Mayo es un mes como muy cursi. Es el mes de la Virgen, nacen un montón de bebés, se celebran comuniones y bodas a cascoporro y las barcelonesas estrenan shorts. Yo no, que tengo las rodillas muy feas. Qué triste es tener las rodillas feas. ¿Habrá cirugía estética de rodillas?

Afortunadamente, soy una hembra tremenda y no me dejo derribar por mis manías. Hay otras prendas en este mundo con las que puedo pasear palmito por la Rambla, aunque ahora mismo todas se parezcan mucho entre ellas. Y es que es desesperante entrar en cualquier tienda, me da igual el H&M de Portal de l’Àngel o el Mango de La Maquinista, y darte cuenta de que tienes ante ti el despliegue de toooodo lo que vamos a llevar toooodas las mujeres de 12 a 60 años de esta ciudad durante los próximos tres meses.

Y lo peor de todo es que, de tanto verlo por todas partes, lo quieres. Lo necesitas. Como mi cuñada, que necesita 20 pares de pantalones en su armario o no es persona. Es lo que tiene el capitalismo, que te crea unas necesidades de lo más tontas. Porque por mucho que de vez en cuando te sientas vikinga y quieras salir a la calle a lo Bjørk, hay algo dentro de ti que te urge a que te vistas igual que el 90% de tías que están a tu alrededor. Y no es exactamente por gregarismo, porque cada cual a su manera quiere destacar, lo cual es bastante paradójico.

Mi teoría sobre este contrasentido, porque yo tengo teorías imbéciles para casi todo, es que en lo más profundo de nuestro gineceo, todas queremos ser la misma tetuda con melenón. O no queremos, pero nos sentimos como impelidas a ello. Por eso lo que ocurre es que entras en una tienda y no vas con la intención de comprarte algo porque te haga falta a ti, sino que necesitas comprarte algo porque le hace falta a la mujer que quieres ser. O sea, a la tetuda con melenón.

Yo, por ejemplo, siempre acabo comprando ropa como si fuera una pelirroja patilarga y atlética. O sea que compro como si fuera Nicole Kidman en versión tenista o algo así. Y, bueno, no entraré en detalles, pero poco tengo que ver con la australiana, así que ya os podéis imaginar los disgustos diarios que me conlleva hacer estas gilipolleces. Si entre mis lectoras hay alguna pelirroja patilarga y atlética, por favor: que venga a mi casa y me desvalije el armario, todo le va a quedar bien. A ver si así aprendo a comprar bien de una puta vez.

Caso aparte el de los tíos, que no sé ni para qué os compráis ropa la mayoría. Es por la ilusión de cambiarse de ropa a diario, digo yo, ¿no? Porque entrar a una tienda de ropa de hombre es lo más aburrido que hay en este planeta. Y eso es triste, muy triste. Más triste que los “caballitos pony” de Hidrogenesse. Qué poca variedad y qué poca celebración de la vida hay en la ropa de hombre.

O sea que unas y otros, vamos cada uno con su cruz como el Cristo de la Caída. A fin de cuentas, esto de la ropa no es más que otra pequeña anécdota de este sistema perverso y caníbal en el que sobrevivimos. Mientras los medios de producción sigan siendo privados, vamos a seguir todos igual de encorsetados: vistiendo con ropa mal hecha y vistiendo como si fuéramos otra o como si estuviéramos tristes. Tanto chino y tanto indio dejándose la piel a diario en una fábrica de mierda para que podamos comprar pedacitos de tela de la infelicidad a precios de risa en cada esquina. Qué maravilla de primer mundo. Le dan ganas a una de comprarse una máquina de coser y reventarse la cabeza con ella.