Ilustración: Daniela Ferretti

He bajado a la calle. He bajado a la calle y he visto a gente. Gente en la cola y la panadería. Últimamente veo mucha gente. Aunque en Barcelona siempre hay. Luego en casa; en el sofá, la mesa y el espejo del baño todo vuelve a su silencio inicial y una se descubre como una prolongación más de la espera. Esa espera que ahora se transforma en paseos limitados por la ciudad. La ciudad. Con sus calles y sus amplias avenidas invitándonos al encuentro azaroso.

Para la periodista Jane Jacobs la riqueza de las ciudades se mide por la cantidad de encuentros fortuitos, las relaciones, los vínculos y los contactos que un espacio es capaz de generar entre sus habitantes. Entonces imagino a esa niña o niño cualquiera que un día caminó sin precisión por la Avenida Diagonal, el Born o los kilómetros de distancia que comunican una parte de la calle Provença con la otra. Y recuerdo en ellos la imagen que ya el movimiento situacionista planteaba en los años 60 al mostrar que las derivas son parte de la fisionomía de la ciudad. Como poder, podríamos recorrer las calles entre el punto A y el punto B y nada nuevo pasaría. Casa-trabajo, trabajo-casa. O lo que en tiempos de pandemia se ha traducido en casa-super, super-casa. Entre medias de ese trazado urbano puede venirnos a la mente la cuota de autónomo que no te pagas ni con el ERTE de tu pareja o las exigencias del nuevo jefe de tu hermana que tiene acobardada a toda la plantilla. Y te indignas y las calles se bifurcan, pero no atiendes. Habitas, sin apenas miramientos, el mismo camino andado cientos de veces.

Sobre el futuro nadie sabe nada. O hace como que no. Lo de los ingresos estables, más de lo mismo.

Pero mientras, las calles continuarán siendo las mismas y la gente continuará caminando de un punto a otro con las prisas que eso de “producir, producir” trae consigo. Aunque quizá de la Covid-19 hemos aprendido algo. Como que el pequeño comercio se resiente o que hay que llamar más a menudo a mamá, papá, abuelita y/u otras relaciones amorosas.

Eso por descontado. Supongo que algún día la rutina diaria volverá. La de verdad. Y la “nueva normalidad” será un fantasma lejano. De esos que encuadramos con cariño por lo que nos dejaron. Espero también que para entonces luzcamos unas gafas de sol bonitas. Seguro que en el caminar habrá algo distinto. Aunque todavía no lo sabemos. Por el momento podemos trazar caminos y pensar las calles. Sin perder de vista que divagar y desviarse son formas radicales de habitar la ciudad.