Todo lo urgente carece ahora de sentido. Las tareas, las entregas inmediatas, el desayuno urgente, vístete de prisa, péinate que llegamos tarde… ¿adónde vamos a llegar tarde ahora, ¿al fin del mundo o qué? No hay nadie hoy en el autobús, cariño.
El apocalipsis es esto: Relájate, duerme más, desayuna con calma, vístete si quieres a media mañana. ¿Los deberes? Nah, juguemos. Mira un poco más la tablet si te apetece. Ven, corre, lánzame esa pelota, peinemos a esa muñeca. Vamos a hacer el pino. Ya, que se manchó un poco la pared, què hi farem. Tenemos mil actividades para hacer, mi amor: en Instagram, en Twitter, las mandan desde la escuela, las extraescolares, elearning, vídeos, tutoriales, canciones, papeles para colorear, incluso nos proponen que hagamos cosas en Facebook (¿Qué es Facebook, papá?, pues eso digo yo). Incluso en Facebook.
El cataclismo es esto: una pantalla de cristal tras la que (no) te veo. Porque no estás aquí. Estás muy cerca pero no puedo ir a verte. Y casi lloro. Pero no quiero que lo sepas. Decidi(mos) [es un decir] que te quedaras allí, en casa de tu madre, porque era lo más seguro (aun cuando debieras estar aquí). Y, mientras, yo estoy aquí.
El otro día me pareció que estabas enferma, pero no lo puedo saber. Pregunto y solo hay un cristal. Y el juez dice que me tengo que quedar aquí, y que me tengo que callar. Pero tú eso no lo entiendes. Tus casi nueve años solo saben del calor de un abrazo (¿pasaremos tu cumpleaños confinados?, ¿podré verte?). ¿Tendré que abrazarte a través de un cristal? ¿Habrá cristal tras el que te pueda hablar?
La hecatombre, el desastre, sí, está pasando ahí afuera. Pero también aquí, en estos corazones separados, y que tan juntos han latido durante tanto tiempo. Ahora mismo. La pandemia.