AN-prueba

Ilustración de Javi Gómez

Él podía observar el cuchillo colgado en la pared. Pero miraba hacia adentro, María tuvo uno igual.

Llámeme Marcel —dijo, fijando en mí su mirada gris—, soy chauffeur. Estoy cada día más chocho, tendría que habernos conocido hace cincuenta años al Peugeot y a mí, oh, là là!, recién salidos de fábrica.

Gracias a mi profesión he podido viajar y conocer gente de renombre: artistas de cabaré, ciclistas, políticos, estafadores… A quien traté bastante, cuando empezaba su carrera, fue a Gilbert Becaud, el chansonnier. Lo llevé de gira por todos estos pueblos de los valles y también por las comarcas vecinas.

Una vez, en Sant Vicens, tuve un pinchazo. Mientras cambiaba la rueda, monsieur Gilbert bajó del automóvil para estirar las piernas y ¡qué casualidad! en ese momento la María cruzaba la calle. Bon, tampoco fue tan casual, porque la María, en paz descanse, era de Sant Vicens.

Pues bien, así que la vio, monsieur puso ojos de pescado, como siempre que se le aparecía una moza guapa, y empezó a cantar. En la carretera sólo estábamos nosotros, pero le puedo asegurar que la gente, tras los visillos, no se perdía detalle de lo que sucedía entre la María y monsieur. Además, los de Sant Vicens lo que no ven se lo imaginan.

Le voy a contar una curiosidad de Sant Vicens. Allí todos los hombres se llaman Pere: Josep Pere, Pere Joan, Pere Jaume o Pere a secas. El día de Sant Pere las mujeres tienen que recorrer todo el pueblo, casa por casa, felicitando a todos los Pere. ¡Pobre de la que se deje alguno sin felicitar!

an1Ellas, en cambio, no están obligadas a llamarse Pereta, pueden ser Ana, Cristina, María, Catalina o cualquier nombre que sea decente. No importa cómo se llamen, porque al final se las conoce por el mote que les ponen: la Coja, la Molinera, la Vinagra…

Otra cosa de Sant Vicens es que, como en todas partes, la gente quiere sorprender: “¡A ver quien la dice más gorda!”.

Pues mire, eso es lo que pasó: uno dijo que había visto a la María hablando con un forastero, otro añadió que se estaban magreando en medio de la calle, otro que los vieron entrar en casa de ella muy acaramelados. Alguien dijo “sin ninguna duda” que la María estaba liada con un franchute y que además el franchute era cantante, o cosa peor.

Total, a la María le quedó de mote “la Puta”, sólo por escuchar cantar un día a Gilbert Becaud, ¿qué le parece?

Al terminar la canción, la María y yo aplaudimos al chansonnier. Entonces ella se fijó en mí y yo en sus ojos de tornasol. ¡Qué le voy a contar! Tres meses más tarde éramos marido y mujer. Sus padres no pusieron pegas cuando me presenté a pedir la mano de María, al contrario, estuvieron encantados en quitársela de encima, porque la moza tenía aficiones raras: imitaba el canto de los pájaros, montaba en bicicleta, se pasaba días enteros leyendo, le gustaba la música moderna…y, encima, el mote.

Nos instalamos en la capital, en el fondo del valle. La María tuvo la ocurrencia de abrir una tienda de libros y, si no nos arruinamos fue gracias al Peugeot, el tabaco rubio americano, las medias de nilón y a Jesús, un policía amigo mío que trabajaba en la aduana.

Como no tuvimos hijos adoptamos a Tor, un perrazo de lanas que sólo ladraba una vez al año. ¡Vaya ladrido! Un año ladró dos veces y se murió. Nos afectó, lo de Tor, porque nos hacía mucha compañía y casi no molestaba. Se comía las cucarachas, ahuyentaba los gatos y cuando se tendía en el porche parecía una alfombra de las grandes. ¡Pobre Tor!

Después de lo de Tor la María dejó de imitar a los búhos o a las lechuzas. Cuando cumplió cincuenta años cerró la librería, a la hora de siempre, puso un disco de Gilbert Becaud, se acostó en el sofá, cerró los ojos y se quedó rígida como un pajarito.

El Peugeot lo cambié por un Mercedes, vendí el Mercedes, compré un Volvo, vendí el Volvo… Así, de vehículo en vehículo, fueron pasando los años, hasta que, cansado de conducir y de dar vueltas y vueltas buscando donde aparcar, le regalé a Jesús el último automóvil y me jubilé.

Después me salió un bulto en la oreja. Cada día más y más grande. me daba miedo operarme y para pensarlo con calma subí a la ermita de Sant Miquel, no porque crea en milagros, aunque nunca se sabe. El caso es que oí una voz que me dijo: “¡Marcel, no seas tonto! ¡Opérate!”.

an2La operación fue bien: me extirparon la oreja y la substituyeron por una prótesis. ¡Mire! ¡Mire! ¡Ni se nota que sea de silicona!

Después del implante se me quitaron las ganar de ir de excursión. No he vuelto a subir a la ermita ¿Para qué? Me pondría a llorar viendo el río convertido en una cloaca, los patios llenos de basura, las montañas de chatarra, los bosques de grúas, los embotellamientos, la gente que no sabe donde aparcar… No, mejor no subir a la ermita…

Y aquí me tiene: viejo, tullido, sin automóvil, sin perro, sin oreja natural, sin energía y viudo. Me he retirado a esta residencia de la tercera edad donde pronto moriré de aburrimiento y por la falta de atención de sor Esperanza… Mi única distracción es visitar una vez al mes a la María, arrodillarme sobre su tumba, acercar los labios a la losa y gritar con las pocas fuerzas que me quedan: “¡María! ¡Ya vengo!”.