Para mucha gente el teatro es algo así como un hermano pobre del cine. Supongo que siguiendo la analogía el teatro amateur debe ser una especie de Oliver Twist; un entrañable huerfanín intentando pescar lo que le caiga. Pero, en defensa del teatro amateur, hay que decir que Oliver Twist es un personaje que engancha. De hecho, a mí me pusieron el nombre por él.

Ese teatro no profesional también es más amigo de obras polémicas. Por ejemplo, Presas, que es una obra que te invita a quitarte la vida. No, no, no es que sea mala. Buena lo es un rato. El caso es que es una obra en la que hay violaciones, malos tratos, vejaciones e incluso se roba un bebé recién nacido de los brazos de su madre. Claro, en esta tesitura es fácil que uno piense: “Uff, que asco de vida… no sé yo si vale la pena…”. Pero, bueno, vayamos por partes.

La obra en sí, como se anticipa más arriba, no es una comedia de Pajares y Esteso, pese a estar ambientada en la época. Más bien al contrario. Se nos cuentan las vivencias de siete presas de una cárcel para mujeres de la España de la posguerra, una España con ciertas similitudes con la actual, empezando por sus gobernantes. Las chicas las pasan bastante putas en prisión; tan sólo decir que a la que mejor le va se le muere un hermano. Imaginaos.

Obviamente, hay más personajes. Además de las internas de marras, encontramos un abogado enamoradizo, un profesor salidorro, un doctor santurrón y un alcaide al que se le va la olla. Y dos monjas, una con sangre de horchata y la otra más mala que el arsénico. Todos ellos tienen el cometido de rodear, contextualizar y dar sentido a la historia, además de interactuar con las protagonistas.

Lo que los autores de Presas buscaban, parece ser, es emitir una contundente rajada contra la Iglésia Católica y contra el régimen que entonces tenía España, tan parecido en muchas cosas a lo que hay hoy día.

Los actores, y especialmente las actrices que interpretan a las presas, que son las que llevan el peso de la obra, hacen que los asistentes lloren como unas magdalenas. Y que se cabreen. Y que… en fin, que los actores hacen que el público viva la obra intensamente. Aún más intensamente, quiero decir. Y eso que, y lo digo por experiencia propia, unos momentos antes de la función, entre bambalinas, algunos tenían el perrito asomando el hocico. Yo personalmente, no me sabía el texto hasta unos días antes de la obra y, claro, eso da miedete; el quedarte en blanco ahí, delante de centenares (sí, sí, centenares, no me estoy tirando pisto) de personas y no encontrar una salida digna es un ridículo de los gordos. Aunque la adrenalina que da el salir al escenario se lo lleva por delante. Huelga decir que, una vez pasado el subidón y acabada la obra le dan a uno ganas de echarse una siesta de tres horas y quedarse nuevo.

La puesta en escena buscaba que no se evidenciaran los escasos recursos de que se había dispuesto; jugando con objetos que nuestras abuelas pudieran tener en el trastero, cajas de cerveza vacías de bares de la zona, batas teñidas de color salmón desgastado para las presas y haciendo un estoico uso de la oscuridad para dar un toque más intenso e íntimo (a.k.a. para que el espectador no se diera cuenta de según qué detalles).

La obra la lleva a cabo una compañía amateur, Tot Arts, que se lo ha currado bastante, la verdad, y que aprovecha desde cajas de cerveza hasta delantales de abuela para dar un aire cañí a la obra muy potente.