Es totalmente cliché escribir sobre los propósitos de nuevo año en enero, pero a veces hay que rendirse a la agenda para sentirse un poco humana, ¿no? Qué narices, la verdad es que voy a hablar de esto porque no me apetece nada, pero ya ha llegado el momento de meterme en vereda y darme un poquito de tough love en lugar de tanta autoindulgencia.

 

Hace años que escribo un diario. Cuadernitos de tapa dura escritos a boli, con la fecha encima de cada texto, dibujitos, algunos recortes pegados… Muy old school todo. Tengo un montón de ellos apilados en algún rincón de casa, y a veces me da por echarles un ojo, sobre todo a final de año. Es un proceso bastante horrible y autodestructivo, porque me leo y a veces ni me reconozco, pero lo que ocurre más fácilmente es que me doy repelús. Pero por alguna masoquista razón que me trasciende, la necesidad de recapitular me invade y me impele a encontrar esos diarios y pasarme una tarde o lo que se tercie torturándome en un ejercicio de fustigación intrapersonal. Cada página es como ‘oh sí, azótame, azótame, baby’. Pero este año me he dado cuenta de algo terribilísimo y es que nunca, NUNCA, he hecho propósitos de nuevo año. Lo que sí suelo hacer, y va mucho con la parte más autodestructiva de mi personalidad, es una especie de resumen del año que está a punto de finiquitar, dejándome verde por las cretinas decisiones que he tomado y, sobre todo, por las decisiones que he postergado hasta que las circunstancias han decidido por mí.

Joder, qué bien me ha quedado esta frase. Parece de libro de autoayuda de esos que venden mogollón y que te da vergüenza tener en casa, pero como no sabes quién te lo dejó no puedes tirarlo a la basura.