“Soy una víctima del boom de Tinder.” Demoledora declaración de Elsa E., que nos atiende en su casa mientras mete unos consoladores en el lavavajillas. Elsa es trabajadora freelance del sexo, o sea, puta y ejerce muy discretamente en un piso de l’Eixample.

Antes de empezar nuestra charla, nos deja claro que no se dedica a la prostitución por necesidad ni porque la obligue nadie. Ella es una más “de entre muchas y muchos que la ejercen y ni te lo imaginarías. Es verdad que no se puede gritar a los cuatro vientos porque la gente asocia esta profesión con la marginalidad y la delincuencia, pero yo he tenido la suerte de poder elegir y ganarme la vida bien”.

Elsa estudió Periodismo “cuando encontrar un trabajo decente como periodista aún parecía posible”, nos cuenta, “pero apenas ejercí, no tenía vocación. Me di cuenta de que si seguía minutando vídeos en una tele local me daría un jamacuco”.

Llegó a la prostitución a través de una cadena de eventos que ella misma define así: “Todo fue de lo más natural. Dejé la tele y encontré trabajo en una línea erótica que, por cierto, era para morirse de la risa, aunque pagaban fatal. Al poco ya tenía algunos usuarios fijos y claro, inevitablemente les coges confianza y hasta cariño, si quieres”. Uno de esos usuarios fue su primer cliente. “Quedé con él por curiosidad y morbo, jugándomela mucho porque eso no estaba permitido en la empresa y además, consciente de que el tío podía ser cualquier cosa: un psicópata, un monstruo con dos cabezas, yo qué sé. Pero para mi suerte, todo fue bien.”

Animada por el éxito de su primera experiencia, Elsa no dudó en repetir y puso un anuncio en los clasificados de La Vanguardia. Recibía a los clientes en su piso que, por aquel entonces, compartía con dos chicas más, “algo que le daba mucho morbo a mis primeros clientes”, recuerda.

Durante los últimos diez años, Elsa ha combinado su trabajo como prostituta con el de telefonista de línea erótica y chica de webcam. “El sexo es mi vida y me encanta, porque cada día es una sorpresa y un reto el hacer realidad las fantasías de la gente. Pero ha tenido que llegar la dichosa aplicación a joderme el sustento.”

Con la aparición de Tinder, Elsa comenzó a notar un declive en la demanda. Su clientela empezó a ser más homogénea y escasa. “Al principio pensé que era una temporada baja, no veía la relación. Se supone que Tinder es una aplicación para encontrar pareja o eso pensaba yo, inocente de mí.” Al fin, a raíz de una anécdota que le contó una amiga, Elsa ató cabos. “Mi amiga había estado chateando con un chico a través de Tinder durante un par de días, todo muy de ligoteo normal. Cuando decidieron quedar, él le pidió que fuera vestida un poco provocativa, ya que también iría a la cita su señora esposa y había que ganársela. O sea, que el muy jeta quería hacer un trío sin currárselo, sin pagar y prácticamente a traición.”

Para Elsa, este tipo de demandas son las propias de su trabajo y no deberían tener lugar en una aplicación gratuita llena de desesperados y almas cándidas. “El matrimonio que llama para hacer un trío es mi pan de todos los días, así como el comercial que está de viaje o el tío borracho con el calentón a las cinco de la mañana. Si me quitan eso, ¿qué me queda? ¿El abuelete que ya sólo quiere tocarte las tetas mientras le haces una paja? Yo no puedo ganarme la vida sólo a base de pajas.”

Tristemente, Elsa es la voz anónima de un colectivo invisible que no podrá reivindicar sus derechos ni poner una petición en change.org para solucionar este problema de “intrusismo laboral”, como puntualiza nuestra entrevistada. “Yo he vivido durante años de satisfacer frustraciones sexuales, pero la gente ahora folla a tiro hecho. No hay ambigüedad, no hay misterio, no hay frustración. Ahora rezo para que los abuelos no se enteren de que existe Tinder.”