Leer. Cualquier cosa. Dante, Shakespeare, sí, claro. Pero también los periódicos, un manual de instrucciones, cartas escritas a mano, carteles en idiomas extranjeros. Contra los pesimistas: nunca antes se había leído tanto. Contra los optimistas: nunca antes se había leído tanta basura. Será inevitable.

Sin embargo, ¿qué es leer? Vayamos a los expertos.

Se ha comparado la lectura con una conversación. Son conocidos los versos de Quevedo: Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos. Vivir “en conversación con los difuntos” es una buena metáfora de la lectura porque la lectura no es una conversación. Ni siquiera –sobre todo–, los Diálogos de Platón. Pero la lectura sí que nos permite acceder a una dimensión del tiempo que, de otro modo, nos estaría vedada.

Proust publicó un texto titulado Sobre la lectura. Allí escribe (traducción de Anna Casassas): “La lectura […] ens en gravava un record tan dolç (molt més valuós per al nostre judici actual que allò que llegíem en aquell moment amb tant d’amor) que, si encara ara algun dia fullegem aquells libres d’un altre temps, ja és tan sols com a únics calendaris que hem guardat dels dies passats, i amb l’esperança de veure reflectides a les seves pàgines les cases i els estanys que ja no existeixen”. Quizá no sorprende que para Proust la lectura fuera un recuerdo de lo que no había hecho, como jugar con otros niños o conocer al jardinero, mientras dedicaba su tiempo a leer.

Lo que distingue la lectura, lo que la diferencia de otras artes, como el cine, la música o la pesca de atunes, es la producción de voz propia.

Pero, precisamente, una condición de la lectura es la soledad (“Retirado en la paz de estos desiertos”). El niño Proust no encontraba nada más irritante que le interrumpieran la lectura cuando lo llamaban para comer o cuando una sirvienta abría las cortinas para que entrara más luz en la habitación. La presencia del otro acababa con toda la magia. Por esta razón no estamos leyendo cuando alguien nos está leyendo. Son las mismas palabras, pero el canal es diferente: la voz de otro. Lo que distingue la lectura, lo que la diferencia de otras artes, como el cine, la música o la pesca de atunes, es la producción de voz propia. Atento. Atenta. A tientas. ¿Me oyes? Porque aquí nadie está hablando.

Si tratamos un momento de leer sin producir voz, tendremos el siguiente resultado: _____. O, en otra palabra: nada. Curioso que no se pueda leer nada sin decir algo. “Un lector sin voz es como una fuerza de reacción rápida que se tropieza a dos pasos de un asesinato”, escribe Philippe Sollers. Pero ostentar el monopolio de la producción de voz también conlleva otra ventaja: el control del tiempo. Podemos pararnos, volver atrás, releer, dejar la lectura, interrumpirla, por instantes o años. Creamos tiempo, de la misma forma que al mirar una pintura se crea un relato o movimiento. Un libro, como una pintura, es una parcela de tiempo a nuestra disposición: una expansión del presente.

La pregunta de qué es la lectura, por lo tanto, es indisociable de la pregunta de qué es un lector. Es una actividad individual y privada. El primer lector moderno fue Alonso Quijano. Leyó tanto que perdió los papeles. El último lector moderno quizá sea Borges, que perdió la vista de tanto leer. Actualmente, tal vez se trate de una de las pocas actividades que no está monitorizada por Google, una de las actividades más difícilmente controlables. Lo que ocurre entre estos signos y tu cerebro no lo puede saber nadie excepto tú, lector: el último espacio de libertad que nos pueden arrebatar.

Acabemos con Voltaire: “Aunque hay muchos libros, creedme, hay poca gente que lea. Y, entre los que leen, muchos no utilizan más que sus ojos”. Escuchar con los ojos, eso ya es otra cosa.