Relato: Tania Hernández • Ilustración: Cobra

Goliat no

La cúpula de luz que flota sobre nuestras cabezas tiene que ser dura de cojones, como la hoja de diamante o el caparazón de algunos bichos. Es extraña, la dureza. Si uno la piensa así, cruda, como si fuese una cosa en sí misma, dan ganas de gritar y vaciarse los pulmones. Pero yo voy a quedarme aquí callado, y ya David gritará o hablará si quiere, después de que se calce el guante y caliente un poco las articulaciones. Ha venido con el saco de bolas a hombro desnudo, arrastrando el paso, sin decir palabra en todo el camino. Y yo no le he preguntado nada porque ese es el pacto: yo me callo y él me cuenta. Es un tipo duro, David. El único de la clase que puede ser pensado como un tipo. Un James Dean con la chaqueta negra y la camiseta blanca, y lo canalla también, pero sin el cigarro entre los dedos porque le gusta el deporte.

David raspa la gravilla con sus bambas sucias y me observa desde el otro extremo del campo. En sus ojos, por fin, un destello limpio de victoria. Nos hemos colado en el estadio escalando el muro de atrás, el que custodian los polis y los gitanos. Silbamos, reímos y el frío nos golpea la frente. David levanta los brazos en V hacia el cielo artificial de los reflectores que acabamos de encender. Vendrán a por nosotros. ¡Pues que vengan! Hurgo en el saco de bolas mientras David baila contento bajo la curvatura plateada y brillante del cielo. El cielo es una capa abombada de papel aluminio. Protege al estadio y su ecosistema: nosotros, los bichos, las gradas, la tierra, la hierba fría y húmeda. Si la noche pesara un gramo más, tan solo uno, el papel de plata cedería y el magma muerto que es la oscuridad penetraría entre los jirones centelleantes de las luces LED. A los caracoles les estallaría la concha y a nosotros nos partiría la crisma. Adiós estadio, adiós béisbol, adiós bichos enconchados, adiós. Le lanzo a David la primera bola con todas mis fuerzas. Esta le golpea el pecho.

– ¡Te dije que lanzaras fuerte, maricón!

– ¿Así te dijo el padre? ¿Maricón? – le pregunto mientras le arrojo una segunda bola. La pelota le roza el guante y pasa de largo.

David abre la boca. Sin venir a cuento se saca los pantalones. Yo tengo la tercera bola en la mano y se la tiro a la cabeza. Por supuesto que eso no era lo que les había dicho el padre de Guillermo, ni la madre, ni la hermana pequeña, mucho menos la hermana mayor, que estudia sociología en la universidad. A David le hubiese gustado que eso les gritaran, o que al menos gritasen. Si el padre de Guillermo lo hubiese insultado a él, David habría podido levantarse de la cama, desnudo como estaba, consciente de sus músculos de atleta, fascinado por la electricidad de cada pelo de su espalda, y coger con soberbia y elegancia los vaqueros y la chaqueta, todo esto para darle algo de tiempo al padre, para permitirle, en un gesto misericordioso, compasivo, intimidarse ante su altura y juventud; y al atravesar el umbral de la puerta, David habría mirado por encima del hombro al progenitor de Guillermo, justo antes de asumir el papel de efebo desterrado, y le habría dedicado una mirada de lince que en lengua animal bufaría con este cuerpo protegeré de ti a tu hijo si hace falta, pero mejor que no haga falta, y por eso voy a irme tranquilo, para dejar que digieran esto en familia, pero tú ya has visto quién soy y cómo mis brazos y piernas sirven para algo más y pueden ser escudo y no solo amor. O si hubiese sido la madre quien insultase a su hijo entonces él, David, habría tenido la cortesía de ponerse primero la camiseta, tomar la mano de Guillermo y sacarlo de ahí, llevarlo a dar un paseo en coche, tranquilizarlo, hacerlo reír mientras el padre y las hermanas razonaban con la madre atrapada en el rapto de ver a su hijo tan guapo, tan suyo, tan pequeño todavía aunque adulto por voluntad de la ley, a Guillermito que sigue en el instituto y juega a la xbox en casa pero ya pide alegremente y a traición y de rodillas, bajo el mismo techo, la clemencia y el bautismo del cuerpo de su David erguido antes de la guerra.

Pero no había pasado nada de eso. La hermana chica había abierto la puerta para avisar que la cena ya estaba lista y David se había cubierto con la sábana muerto de vergüenza, mientras Guillermo mandaba a su hermana a largarse y la madre, al final del pasillo, que medio había visto la escena, hacía una broma, y a David le rugió con furia la tripa por los vapores de la boloñesa que le ofrecía el padre pero dijo no, gracias, otro día, es demasiado tarde, y la madre le plantó dos besos en la cara y antes de cerrar la puerta y marcharse vio a Guille salir de la habitación con el pelo despeinado y sentarse a la mesa a cortar el pan.

David atrapa la cuarta bola en seco y en cuclillas y así como está sin pantalones pienso en que no sé a qué puede dedicarse con Guillermo en su tiempo libre, como no sea a tomarlo de la mano y ayudarlo a cruzar la calle, tan pequeño se ve Guillermo a su lado, y me río de cómo balancea David su peso de una rodilla a otra, y él habla de los muslos de los catchers, los músculos son como la roca caliza, dice, el amor es un maldito mineral, una roca que guarda en su interior la memoria de otras rocas, ¿quieres saber cómo se hace? ¡Pregúntale a Miguel Ángel! Y el guardia grita a lo lejos con los chicos del barrio explotando a carcajadas detrás, y yo corro hacia el muro pero David se pone de pie con su cuerpo de mármol explícito, desplegando sus cinco metros de altura, y deja caer el descomunal brazo izquierdo al costado, su peso apoyado en una sola pierna, y gira el semblante hacia la oscuridad de los reflectores que se van apagando uno a uno, de ahí surge el guardia, y el guardia lleva un abrigo de invierno, y las venas de David son de piedra antigua pero caliente. David protege la bola de béisbol contra el hombro y algo de paz hay en su gesto, el ceño delicado, estrábico, fruncido, la paz del héroe que sabe que se le necesita en reposo y va a quedarse quietito por otros cinco siglos y una noche más.