Relato: Marina Izquierdo • Ilustración: Helena Izquierdo
450 mililitros
Hoy se cumplen nueve años desde que conocí a Greta, lo recuerdo como si fuera ayer.
Era una noche de enero, el parking del hospital estaba completamente desierto. De haber sido un día cualquiera, algunos pacientes y enfermeras habrían aprovechado para echar un último cigarro antes de recogerse en sus habitaciones o volver a sus tareas, pero no lo era. Hacía tanto frío que los cristales de los coches se habían empañado y una fina capa de hielo cubría el asfalto. Yo deambulaba por la zona, aturdida y hambrienta, cuando oí un portazo seguido de unos pasos que captó toda mi atención. Un pobre desgraciado había tenido la mala fortuna de cruzarse conmigo en la noche más deshabitada y silenciosa del año. Se parecía a mi difunto marido, igual que todos los anteriores. No sé qué me pudo primero, si el hambre o la rabia, pero el resultado fue el mismo… La cuestión es que estaba tan abstraída que no me percaté de su presencia hasta que gritó.
―¡Suéltalo!
Al levantar la vista me encontré con una mujer. A pesar de la turbación de su expresión, sus ojos despiertos y el rubor de sus mejillas y orejas le daban un aire de ensueño. Tenía el pelo recogido en una coleta impecable, pero un desarreglado abrigo dejaba entrever una bata de cirugía ensangrentada. Conservaba un guante de nitrilo azul en una mano y en la otra sujetaba un cigarrillo sin encender. Me sorprendió que alguien me hubiera descubierto, no solía ser tan descuidada. De haberme latido el corazón, seguro que se me hubiera acelerado.
―¡Te digo que lo sueltes! ―insistió, dando un paso resolutivo hacía mí. Antes de que pudiera siquiera responderle, me arrebató al miserable de las manos y procedió a tomarle el pulso. Me sorprendió la serenidad con la que se desenvolvía; la brutal escena que acababa de presenciar no parecía haberla impresionado en absoluto.
―Demasiado tarde ―apunté sin remordimiento alguno.
Varios intentos de reanimación fallidos me dieron la razón. Greta le palpó el cuello ensangrentado con suavidad hasta que dio con las dos pequeñas incisiones que buscaba y que sabía que encontraría. Nos miramos en silencio.
―La necesitas, ¿verdad? La sangre ―preguntó.
Cuando asentí giró la cabeza hacia la clínica ―siguiendo un hilo de pensamiento indescifrable para mí―, se puso en pie y se sacó un móvil del bolsillo. Sin dejar de mirarme, empezó a marcar un número.
―¿Qué haces? ―le pregunté entre curiosa y desconfiada.
En lugar de responder, me hizo un gesto con la mano para que esperara y así lo hice. Por lo que pude escuchar, la llamada iba dirigida a alguno de sus compañeros de trabajo. Le explicó lo que había sucedido con franqueza y manifestó su intención de llamar a la policía sin hacer mención alguna a mi persona. Le dijo que debían verse en cuanto antes porque necesitaba su ayuda. Intercambiaron algunas palabras más y colgó.
―Tienes que irte. No te entregaré si te marchas ―debió leer la incredulidad en mi cara porque prosiguió―. Bajo una condición: Si no vuelves a matar seré yo quién te proporcione alimento.
―¿Quieres hacer un pacto? ¿Conmigo? ―no me lo podía creer.
―Eso es. Pregunta por Greta en recepción mañana a esta misma hora y hablaremos. Ahora vete, antes de que te vea alguien. ¿Tu nombre?
―Salomé, pero no lo entiendo. ¿Por qué me ayudas? ―la doctora se encogió de hombros y se arrodilló de nuevo junto al cadáver. Lo que sea que sucediera después, ya no estuve allí para presenciarlo.
Aquello señaló el primero de los muchos encuentros que siguieron entre las dos. Greta contrabandeaba bolsas de sangre de 450 mililitros del laboratorio y un compañero de confianza le cubría las espaldas y falseaba los números para que salieran las cuentas. Yo recibía las dosis de una a dos veces por semana si todo había ido bien, pero pronto nos dimos cuenta de que no podíamos seguir así, necesitábamos un cambio de estrategia.
Así es como el engaño se convirtió en algo mucho más grande de lo que hubiéramos podido imaginar. Greta decidió implicar a más gente y darle un carácter institucional a la mentira. Para mi sorpresa contó con el apoyo de casi toda la plantilla y en cosa de unos meses el hospital había inaugurado una nueva sala de donaciones. Estas iban a destinarse a un supuesto estudio que se estaba llevando a cabo y los sujetos serían personas a las que se les impedía donar en condiciones normales por enfermedades, viajes recientes, perforaciones corporales y un largo etcétera. No hace falta decir que la investigación no era tal, la sangre recolectada llegaba a las manos de gente como yo. El pacto también se modernizó con contratos y las porciones se alteraron levemente para poder alimentar a más personas.
Nuestras visitas se volvieron cada vez más frecuentes y de que me quise dar cuenta, me había mudado a su piso y habíamos adoptado una gata, Granate. Cuando la gente nos pregunta cómo nos conocimos, Greta dice que fue en la noche más fría del año, que había salido a fumar y nos cruzamos. Dice que lo primero que hizo fue invitarme a cenar y que, como todo el mundo sabe, el camino hacia el corazón de una persona es su estómago. No miente, supongo. Por lo menos no en eso.