Relato: Juan Montoro • Ilustración: Teresa Mercero
El pacto – Una reconciliación inconcebible
Otra vez tarde. Otra vez sin peinar, sin enjuagar, sin planchar. Otra vez sin mimo alguno. Es la tercera vez que Elena se duerme y llega pillada al curro. Y estamos a jueves. Como si los clientes a los que telefonea estuviesen pidiendo a gritos su llamada tempranera. En resumidas cuentas: el trabajo que nunca quiso pero que se ganó a pulso.
“¿Otra vez, Elena? ¿Qué vas a soltarles hoy?” le pregunta la insoportable de Paqui, colindante a su escritorio. Elena coge el registro de hoy con la esperanza de no tener que volver a vender seguros de salud de nuevo. Esta vez tocan promociones en material escolar. No es su mayor pasión, pero aún se acuerda del día en que las promociones fueron en juguetes eróticos. Y Paqui. Paqui también se acuerda.
El nombre de ‘Carla Gómez Rull’ se activa en la pantalla y, a su vez, en todo su sistema cognitivo, de arriba abajo. Tras apenas una decena de llamadas, a cada cual peor, llegó posiblemente la casualidad más inesperada e incómoda de los cuatro años y medio de curro infernal en el call center. Por primera vez iba a telefonear a un familiar, nada menos que a su propia hermana. Siete años sin hablarse, incluso algo más si cuentas el enfado en su totalidad. “¿Has desayunado algo? Estás más pálida que la leche. Si es que… no se puede estar en misa y repicando.” le echa en cara Paqui. Los putos refranes. Paqui y sus putos refranes. Más innecesarios que los aplausos en un aterrizaje o los piropos callejeros. Pero es que razón no le falta. Elena está al borde del colapso con tanta pregunta rondando su cabeza ¿Se acordará de ella? ¿Seguirá enfadada? Y la más importante: ¿por qué su hermana aparece en una base de datos que la ofrece material escolar, sino había sido madre? ‘Hostias. Y no me ha dicho nada.’, resonó con eco en su abatida cabeza.
Marcó la numeración con varios errores debido al temblor incontrolable de sus falanges, pero logró atinar a la enésima. Un tono. ‘Por favor, que no lo coja’. Dos tonos. ‘O sí, ¡que lo coja!’. Tres tonos. Cuatro Tonos. ‘Uf, menos mal…’. Cinco tonos…
– ¿Si? ¿Diga…? – contesta al fin Carla.
– …
– ¿Hola? – insistía Carla.
– Em… sí, buenas. – logró responder Elena y añadió. – Mi nombre es… Esto… Mi nombre es Ana Ruiz y le llamo desde el centr…
– ¿¡ELENA!?
Ni los años, ni la distorsión telefónica, ni el contexto. Lo que aún escuece no se olvida. Carla supo reconocerla en una simple frase su tono de voz. Carla tiene rencor acumulado, pero sobre todo tiene memoria y dignidad.
– Mi nombre es Ana Ruiz y le llamo del centro Magno de Barberá. ¿Es usted la propietaria de Recambios Torrá S.L.? – pregunta Elena.
– No, es el Pep. Lo sabes de sobra. – responde Carla bruscamente.
– ¿Podría facilitarme un teléfono… o puedo llamarle en otro momento para localizarle…?
– Elena, ¿sigues teniendo el mismo teléfono?
– Sí. – responde Elena sin titubear.
– Te llamo en media hora. – concluye Carla.
Carla cuelga y Elena se da cuenta de que acaba de tener trato personal con un cliente y puede ser motivo de despido. Se encuentra en un bloqueo mental que la inmoviliza por completo, más aún al pensar que Carla no se muestra ni sorprendida. A la mente de Elena viene sin previo aviso la última conversación que tuvo con su hermana: una situación límite cúmulo de sus abismales diferencias.
– ¿Elena? – se interesa Paqui, que había puesto la oreja.
– …
– ¿De verdad que estás bien? Yo te veo aún peor. – advierte Paqui.
A Elena solo le sale mirarla sin articular palabra y, acto seguido, le aparta la mirada al mismo tiempo que coge el abrigo y se levanta de la silla. Carbono, Metano, Cadmio, Arsenio Necesita un cigarro. Y a ello que va. Veintitrés segundos y siete caladas le dura el Fortuna rubio: nuevo récord. Pero ella solo atiende al móvil, a la pantalla en negro, esperando ese telefonazo. No aguanta. Piensa en llamarla ella pero, haciéndola efervescer la ansiedad de nuevo, ese politono por defecto y ‘Carla <3’ en su pantalla.
– Ni si quiera te he preguntado si te venía bien, lo siento. – se disculpa Carla en un tono más sosegado.
– No te preocupes, tranquila – la calma Elena.
– No me gusta que esta sea la forma de volver a hablar, pero las cosas vienen como vienen… – dice Carla.
– Y se van como se van. – rotunda Elena.
– Por lo que veo sigues en el mismo plan, siete años más tarde.
Elena aprieta el puño dentro del abrigo, respira hondo y espera a que Carla hable.
– ¿Te arrepientes de algo, Elena? – le pregunta Carla y añade – ¿Recapacitaste al menos sobre esa forma tan irracional de llevar la situación?
– ¿¡Irracional!? – se extraña Elena.
– No tuve opciones. No había nadie escuchando y menos tú. No era mi vida, ni mi sitio. No tuve independencia nunca. – explica Carla.
– Era mi casa, eran mis normas y tú la pequeña. Solo te pedía responsabilidad.
– Lo que tú pedías era sumisión. Solo buscabas volcar tus miedos y tus problemas en mí. – justifica Carla – Ni si quiera te importaba si podría soportarlo o no.
– ¿Y tu solución era marcharte? ¿Romper con todo? – pregunta Elena.
– ¿¡Romper con todo!? Todo estaba roto desde tiempo atrás. – explica Carla. – Solo buscaba poder entendernos, llegar a un acuerdo, un mísero pacto.
– Estoy dispuesta a ello. – se sincera Elena
– Pero me temo que yo no, Elena. – le responde Carla y añade. – Entre otras cosas porque sé cómo eres, haya pasado el tiempo que haya pasado y quieras aparentar otra cosa.
– Pero Carla, yo…
– Es demasiado tarde, Elena. – concluye Carla. – Tuviste tiempo y momento de hacerlo bien y te pudo el orgullo y la sinrazón. Adiós.
Porque la brecha es irreparable, los intereses frontalmente opuestos y las maneras tan poco acertadas. Porque hay derechos y porque debe haber libertades. Porque la tierra es de quien la trabaja y las identidades han de ser elegibles. Porque Carla quiso ser –y es– todo aquello que Elena no se atrevió: libre.