Dentro de las absurdas comparaciones que aparecen en los momentos más inesperados, aquellos en los que el pensamiento —por un momento— silencia el resto de cosas dentro de nuestra actividad cerebral multitasking, me ha dado por pensar que las exposiciones se parecen a los electrodomésticos. Y semejante ocurrencia no pretende faltarle al respeto a la complicada tarea de pensar y producir una exposición, sobre todo en un contexto social tan reticente a la cultura como aquel en el que muchos sobrevivimos. Sucede que las exposiciones transportan consigo una cierta dosis de obsolescencia programada. Su fecha de aparición se acompaña obligatoriamente de su fecha de defunción. Un período de tiempo, el de la duración de una exposición, que suele ser considerablemente menor que su período de gestación.
Sucede que las exposiciones transportan consigo una cierta dosis de obsolescencia programadaNo obstante, la obsolescencia planificada que comento es un argumento un tanto frágil, ya que no invalida la utilidad posterior de una exposición, cuando esta pasa a formar parte del ingente archivo de una memoria —frecuentemente amnésica— con vocación pública. La caducidad sistemática de aquellas cosas que sólo existen en “un aquí y un ahora” dilatados en el tiempo consigue, por contrapartida, reforzar algo que parece propio de otros tiempos: la transferencia oral y subjetiva de información. Alguien dijo más de una vez que las obras de arte que más les gustan son aquellas que nunca ha tenido la oportunidad de ver porque fueron otros quienes se las contaron. En ese relato improvisado añadieron ciertos aspectos que no estaban en ellas, quizá como compensación por la eliminación de esos factores fundamentales que siempre desaparecen cuando uno intenta pensar al mismo tiempo que habla. Volviendo de nuevo a la programación obsolescente del mundo, se me ocurre que la rumorología es una forma imprudente de asegurar las cosas en el tiempo cuando ya no tienen espacio.