Si sale bien, esta es la típica historia con la que un socialdemócrata desayunaría feliz un domingo cualquiera frente a su cruasán y un zumo de naranja. El Ayuntamiento de Barcelona, a instancias de la Comisión de Ecología y Urbanismo, inicia los trámites para conservar el gimnasio Sant Pau y construir en los edificios delimitados por las calles Reina Amàlia, Lleialtat, de la Cera y Ronda Sant Pau, vivienda social. Que lo haga por la vía de la expropiación forzosa le sonará peor, pero aquí va un puñado de historias para aceptarlo.

El hijo de la mujer de la limpieza, el señor de mantenimiento y el monitor de la sala de pesas decidieron en 2012 comprarle el gimnasio al grupo de profesores que lo habían montado y gestionado desde el 92. Lo dejaban con una deuda de 50.000€ que asumieron los trabajadores que llevaban 35 años en la empresa, pagando un euro para quedársela. La empresa que entonces perdía 3.000€ al mes, recortó en 3 meses sus gastos. Las cosas empezaban a ir bien hasta que llegó la fantástica subida del IVA cultural (sí, en este país con este Ministerio de Cultura y Deporte, aunque no tengan nada que ver van unidos, especialmente para lo malo). “Pensando en el nivel sociocultural de los socios no podíamos repercutirlo en ellos, así que asumimos una subida de impuestos encubierta de 16.000€ mensuales”, explica Ernest Morera, director del centro.

Intentando evitar cortes de luz y de agua, con un desgaste muy fuerte, la cooperativa pidió consejo a Barcelona Activa, con quien desarrolló un proyecto de viabilidad. “Se dieron cuenta de que era un proyecto social que llevaba 75 años y que tenía salida”, cuenta orgulloso Morera. Ese empujón les sirvió para poner de acuerdo a Barcelona en Comú, ERC y las CUP, que a nivel de distrito manifestaron la voluntad de solucionar el conflicto. Tanto es así que decidieron contratar algunos de los servicios sociales que hace el gimnasio aportando 10.000€ a su presupuesto, que es de 250.000. Pero los tiempos de la institución, distintos a los reales, han contribuido a un agujero con el que la propiedad estaba frotándose las manos hasta ahora. Y con la guerra de los presupuestos encima de la mesa, a nivel municipal no hay quien se pusiera de acuerdo.

La familia Samaranch y Viñas, propietaria de los edificios que encajan las calles que mencionábamos al principio, vendió la construcción de un hotel a una tercera empresa en 2007. Lo que hubiera puesto fin a la sucursal de La Caixa, el locutorio, el badulake y el mismo gimnasio, que abren cada día en ronda Sant Pau y a los que, según Morera, se adelantaron 60.000€ para que vendieran sus negocios y se marcharan, de no ser por el estallido de la crisis. La idea del hotel desapareció, pero desde entonces la propiedad, “muy hermética”, renueva los alquileres de año en año para poder vender las fincas cuanto antes. De hecho, al Sant Pau le dejan estar sólo hasta 2018 y a pesar de todo, tiene fecha de desahucio el 9 de enero. La directiva asegura que puede pagar, pero que quieren tener la seguridad de que podrán seguir en las instalaciones más allá de 2018. ¿Qué se abrirá después? Seguramente pisos de lujo “para los que la gente del Raval no tiene acceso posible”, explica Morera.

Una vez más, el Raval se enfrenta a otro ataque a su carácter. ¿Por qué es necesario el Sant Pau? ¿Por qué salvándolo se libra de la hoguera a algo más que un gimnasio y un puñado de trabajadores? La acción social que se desarrolla responde a las necesidades del barrio. El Sant Pau es el primer gimnasio en tener vestuarios trans, porque observó que esos socios no se duchaban allí porque no se sentían cómodos. El Sant Pau tiene horarios especiales durante el Ramadán hasta la 1:30 porque se dio cuenta de que en ese período del año se le vaciaba el gimnasio. El Sant Pau acepta que varios niños que ya no podían ir al gimnasio porque el padre se había quedado sin trabajo, paguen con las buenas notas. Si el Sant Pau detecta que un socio duerme en la calle, le cobra 20€ al mes y no se lo dice (la cuota está entre 25 y 38€).

Y lo que más le gusta a Morera es que esa solidaridad se traslada a los socios, que crean red. Uno de ellos se quedó sin trabajo hace unos meses y el gimnasio le dio unos meses de asistencia gratuita, hasta que capeara el temporal. En esas, otro par de socios, hablando entre ellos, le dieron la referencia para un trabajo de soldador, para el que había que hacer un curso con una prueba de acceso de cultura general. Como este miembro no tenía el graduado, los socios acordaron darle cada día una clase de una hora y corregirle los ejercicios que le mandan para casa. Aprobó un examen con ecuaciones de primer grado y ahora está a punto de acabar el curso y ser soldador. Esos episodios convierten un gimnasio en una institución. Esos y las decenas de convenios formales e informales que firman con diversas entidades. 700 personas al año pasan por el Sant Pau. Entre ellos, 120 niños que van cinco semanas a la piscina en verano, totalmente gratis. Los viernes, mujeres musulmanas con niños hacen talleres materno-filiales en el agua. Los miembros de Acathi, la Asociación Catalana para la Integración de Homosexuales y Bisexuales Inmigrantes, programan actividades. El Sindicato Popular de Manteros tiene precios especiales. Una línea política que “combina con la gente de toda la vida del barrio”, concluye Morera.

“Con la presión que estamos viviendo en el Raval, mucha gente viene al gimnasio para no perder el juicio, porque hace mucho tiempo que la cosa está muy jodida”, sentencia el director de un gimnasio que no se plantea hacer un crowdfunding, porque eso les salvaría a ellos pero no al barrio. En el Raval, donde existen muchas luchas, al final todas son la misma. Salvar al barrio. En el Sant Pau no se entrena el cuerpo, se entrena la cabeza. Y Morera advierte: “No nos imaginamos no salvarnos”. La sonrisa del socialdemócrata depende de un Ayuntamiento que lleve a cabo sus acuerdos con los tiempos reales, antes del 9 de enero.