A veces se me olvida lo fácil que fue para mí tener una hija. Quiero decir que todo fue rodado: tomar la decisión en el momento oportuno, ejecutarla (ya me entienden), un embarazo más bien plácido y un parto normal (por cesárea, eso sí); se ha considerar, además, que la madre tenía ya 39. Pero nada. Ya digo: ninguna complicación más allá de las habituales que suele acarrear este trámite del concebir a los hijos.
A veces se me olvida, pero siempre hay quien me lo recuerda. Mujeres, fundamentalmente. De mi edad (un poco por debajo o por encima de los cuarenta) que quieren y no pueden tener hijos. Y entonces me vuelvo a acordar de la pasmosa facilidad con la que G y yo nos sumamos a la hermosa creación de una vida nueva.
Además, yo siempre lo he dicho, que quería tener una hija (y se cumplió mi deseo). Por eso considero que estaría bien que no se me olvidara tanto. Esa facilidad. Esa consunción inmediata de los deseos. Porque no es tan sencillo y fácil como a mí me lo parece.
Muchas mujeres que quieren ser madres me lo recuerdan a diario
Porque muchas mujeres que quieren ser madres me lo recuerdan a diario. También las que no tienen con quién aventurarse en ese proyecto de la maternidad y no quieren hacerlo solas. Y se resignan. Aunque no claudican. Mujeres, empero, con esas sonrisas que vuelven del infierno, como diría Eduardo Halfon. Mujeres con sonrisas “que no deben ser entendidas”.
Lo curioso, sin embargo, es que no recuerdo a ningún hombre que me haya manifestado abiertamente su deseo de ser padre. Lo pienso y no lo recuerdo. Y no sé si es que se me ha olvidado esto también o es que, sencillamente, es para los hombres la paternidad un proyecto al que solo comparecen cuando se les invita. Como me sucedió a mí, por otra parte.