Hoy, la parte de la ciudad que casi nunca sonríe tiene agujetas en los carrillos. Los barrios populares de Barcelona le han dado la vuelta a la tortilla y han decidido que sí, que asumen el reto de sentarse en la institución de poder más directo, coger al toro por los cuernos y gobernar. Así que si no se dan los improbables pactos, a partir de ahora, nosotros gobernaremos.

Gobernaremos nosotros, si todo pinta como parece, porque Barcelona en Comú es hija de la cultura de la participación, como nos decía Ada Colau recientemente. «Hay que ser muy arrogante para pensar que una persona sola puede dominarlo todo», nos contestaba cuando le preguntábamos qué consultaba con los demás y qué decidía ella sola. El partido de confluencia promete que trabaja en red y vive en contacto permanente con cada conocedor de la realidad, lo que, si se cumple, es una garantía de éxito por encima de la representación a la que estamos acostumbrados.

La tristeza se respiraba anoche en el bando de Trias, que quizá porque vio venir el cataclismo, quizá porque por fin se dio cuenta de que quedaba poco representativo, se alejó del balcón del hotel Majestic para celebrar los resultados electorales en la Estació del Nord. Barcelona, como el resto de grandes ciudades del Estado, vira a la izquierda. El bipartidismo sigue aglutinando la mitad de los votos y de los dos, el PSOE es el que más se la pega, sobre todo si tenemos en cuenta que quien ha gobernado con recortes brutales y a quien más han salpicado los casos de corrupción, ha sido al PP.

Hoy nos repetirán un montón de argumentos. El más importante, que Barcelona lidera el cambio histórico que vive España y, probablemente, el sur de Europa, aunque eso suene aún pretencioso. Así que antes de enredarnos en el difícil gobierno que tendrá Colau por muy buena cara que le ponga -¿se imaginan ya a Antoni Vives frente a Gala Pin en el pleno?- y en las poéticas fotos que nos dedicarán los próximos 4 años, hay que disfrutar. Y brindar. La fiesta de la democracia es así.