Un gesto tan inocente (y barato) como suscribirse a Netflix abre una grieta en toda nuestra vida. Ya no pagamos por ver una vez una película, ya nunca nos quedamos sin nada que ver, ya no hay vacíos ni aburrimiento, ya es muy difícil elegir sin un intermediario. Ya no compramos bienes, sino servicios. No soportamos la falta de novedad, no tenemos paciencia por llegar a lo próximo. No queremos depender de nadie. Sin saberlo, buscamos construir en nuestras casas un mundo privado de felicidad.

En 1985, Blockbuster arrasó con todos los videoclubs. Se especializó en el alquiler de películas de estreno en vídeo con cientos de tiendas físicas y bastantes más copias de cada gran film que le permitían llegar a más clientes. Llegó a controlar el 25% del mercado de videoclubs en los años 90, pero en la década siguiente llegó Netflix. Y cuando el streaming se lo permitió, le comió a Blockbuster algo más que la tostada. Se acabó alquilar una peli por 5 euros, ahora pagas 10 por acceder a un catálogo casi infinito sin colas, sin salir de casa y sin límite: puedes ver lo que quieras todas las veces que quieras al mismo precio.

Una suscripción es…

Y del sector audiovisual a la música, los libros, la moda, el café o la alimentación de tu perro. “Parece una tontería, pero el usuario está descubriendo que suscribirse a un servicio tiene más ventajas que tenerlo”, explica al otro lado del teléfono Marc Cortés, experto en marketing digital y profesor en ESADE. Lo de servicio lo dice a propósito: “las empresas se obsesionan con que les vuelvan a comprar y descubren que si transforman sus bienes en servicios ya no tienen que vender X veces, solo una”.

Si te suscribes a las cápsulas de George Clooney no estás comprando café, estás comprando no quedarte nunca sin café. Igual que no compras una peli, compras poder ver la que quieras cuando quieras desde donde quieras. Las empresas que entienden este modelo sobreviven y transforman no sólo su manera de vender, sino también la de producir. Microsoft diseñaba un Word cada dos o tres años. Lo comprabas, instalabas y si daba problemas, a reiniciar. Y cuando salía uno nuevo, o te lo comprabas o tirabas del antiguo (esto asumiendo que nadie ha pirateado nunca ningún programa de Gates). Desde hace un par de años, te suscribes y como ya sabes, lo que compras es acceder al programa desde varios dispositivos, con actualización constante y solución de problemas online. Eso supone que la tecnológica ya no trabaja por proyectos, sino en continuo.

Otra clave es el precio de entrada. Siguiendo el ejemplo Blockbuster, Netflix tendría que haberle puesto a su suscripción 240 € al mes, juzga Cortés, pero entonces se hubiera apuntado Rita la cantaora. La barrera tiene que ser baja para que se apunten cuantos más mejor, como si en el basket se bajaran las canastas. Y hete aquí el otro quid de la cuestión: el coste marginal. “Si el volumen de clientes es lo suficientemente grande y el coste de cada nuevo usuario es pequeño, puedes ganar”, explica y pone de ejemplo Amazon Prime, aka el Eje del Mal. Si sus usuarios usan mucho el envío gratuito, a la empresa no le sale a cuenta lo que paga cada cliente, pero como tienen tantísimos, consiguen optimizar a sus repartidores y así con toda la cadena de producción que va hasta la puerta de tu casa.

Entonces sí, el gimnasio es una suscripción. Pero no la llamamos así porque, me dice Cortés, “no había un modelo anterior en el que pagabas por usar una máquina un día y de repente llega el sistema actual a sustituirlo”. Por lo demás, es un pago recurrente que te abre las puertas a un uso sin límite y el coste por cada nuevo usuario es reducido. El discurso de las suscripciones es posterior a los gimnasios y vivió su boom en el producto audiovisual. Ahora mismo es un modelo “en profundo auge” en casi todo lo demás.

Nuevo… ¡y fácil!

Lo que no es una suscripción es el alquiler de tu piso. Porque aunque pagues un precio recurrente, cada nuevo usuario supondría construir una nueva vivienda, por lo que no hay ni coste marginal ni escalabilidad. Pero lo más evidente es que con el alquiler de tu piso no te dan nada nuevo con una relativa frecuencia (los disgustos no cuentan).

En cambio, aunque no te veas todo el catálogo de Netflix, para que no acabes teniendo la percepción de que siempre te ponen lo mismo, hay pelis y series nuevas cada semana. “Se ha creado un estándar de mercado en el que la novedad es básica y ninguna empresa que quiera mantener a sus clientes puede conseguirlo sin dársela constantemente”, advierte el experto en marketing.

Esa novedad permanente ha empujado otros modelos de suscripción que son la verdadera punta del iceberg, el nuevo terreno de juego en la enésima reinvención del capitalismo: la caja sorpresa. En pleno auge están las suscripciones al mundo de la moda con las que recibes un modelito al mes, te lo pruebas en casa y lo que no te gusta, lo devuelves. Porque amiga, en realidad, te estás suscribiendo a una vida más fácil. A que alguien elija lo que puede encajar contigo y tú no tengas ni que pensar. Así, puedes suscribirte a productos de limpieza, a calcetines y hasta a condones.

Si recibes ropa cada mes ya no vas a ir a otras tiendas, igual que si recibes cápsulas de café de Clooney no vas a probar otras. ¿No estamos encerrándonos en una burbuja? ¿no nos atomizamos aún más como ya nos pasa con las redes sociales? Si te suscribes a un medio de comunicación, ¿cuántas veces vas a leer lo que cuentan otros periódicos? ¿No estamos perdiendo inquietud, gusto por explorar?

Yo creía que el sueño de Internet era un mundo libre, democrático y gratuito. “Pero con las mil millones de horas de vídeo que hay en YouTube, ya puede ser democrático que sin un intermediario no llegarás a lo que te interesa”, me advierte Cortés. Y como con el cine o la música, acabaré pagando por un intermediario que ponga orden.

¿De verdad es más fácil?

Gilles Lipovetsky publicó en 2006 La era del vacío, un libro en el que analiza eso de la posmodernidad en la que el individuo es el rey, apático, indiferente y narcisista. Y atribuye todos estos fenómenos al individualismo, propio de sociedades democráticas avanzadas. En esa línea se manifiesta también la psicóloga Clara Esquena: “las suscripciones son el siguiente paso de un consumismo que se disparó con las grandes superficies y que entonces era una fuente de estatus”. Pero ahora ya no consumimos para mostrar lo que tenemos, sino para construir un mundo privado de felicidad.

Todas las suscripciones -salvo el gimnasio, que ya es old style- se desenvuelven de puertas para adentro. En casa. “Intentamos una isla privada de felicidad”, describe Esquena, “que no es más que una contradicción porque aunque el consumo gira en torno a la felicidad, el bienestar y la calidad de vida, en realidad cuando empiezas ya no puedes parar”. Y si te parece una exageración, piensa en cuántas mañanas has ido medio zombie a trabajar porque te quedaste viendo un capítulo más.

“Sobre todo entre nativos digitales, con temas como las suscripciones, que se ejecutan de principio a fin digitalmente, estamos perdiendo muchas capacidades y sobre todo, tejido social”.

Vale, es mucho más fácil pagar Netflix que buscar una peli, descargarla, enchufar el ordenador a la tele y que se vea bien o se escuche con calidad (y más legal). Es más cómodo que te llegue el café a casa que pasar por el supermercado o tienda de barrio, pero sobre todo ahorra tiempo. ¿Para qué? La psicóloga nos anima a pensar si estamos quedándonos más en la oficina, si el tiempo ganado lo perdemos en las redes sociales, eligiendo peli o si lo estamos aprovechando para cualquier actividad o hobby que no implique consumir.

Ella se fija en que aplicamos una lógica capitalista: estamos ahorrando tiempo sí, pero también estamos dejando de cultivar habilidades como la interacción social cara a cara, como elegir frutas por su tacto o flores por su olor. “Sobre todo entre nativos digitales, con temas como las suscripciones, que se ejecutan de principio a fin digitalmente, estamos perdiendo muchas capacidades y sobre todo, tejido social”, cuenta preocupada.

Es la digitalización, amiga

Marc Cortés tiene una mirada disruptiva en cuanto al aislamiento del personal que no sale de casa porque ya se ha suscrito a todo: “si al final no bajas es porque no quieres”. “La gente que compra por Internet no es tonta”, obvio, y si lo hace será “porque por algún motivo le interesa más”, defiende.

“Todo lo que no tiene un valor salir a buscarlo porque pesa o porque siempre es lo mismo, acabará digitalizado y posiblemente, con suscripción”.

Estamos de acuerdo en que Amazon mata al comercio local y para Cortés, si asumimos que Amazon compite en condiciones de igualdad, que está por ver, las tiendas de proximidad deberían centrarse en ofrecer algo mejor. “Hasta ahora no ha sido capaz de lanzar una propuesta tan potente que el cliente prefiera salir de casa”, remata. Y es urgente que se mejore esa experiencia, porque en el contexto actual, lleno de cambios, él sí ve una tendencia muy clara y es que “todo lo que no tiene un valor salir a buscarlo porque pesa o porque siempre es lo mismo, acabará digitalizado y posiblemente, con suscripción”. Iremos sólo a las tiendas en las que además del producto que deseamos, tengamos una experiencia positiva.

No es ciencia ficción, ya sucede. El 15% de los estadounidenses ya compra por suscripciones online y entre ellas destaca BarkBox, que te manda a casa todo lo que tu perro necesita cada mes y ya tiene 600.000 suscriptores sólo en ese país. Cortés está suscrito a un servicio similar y piensa en voz alta: “no es raro que si ya estoy suscrito a la comida de mi animal de compañía, lo acabe estando a la mía y la de mi familia”. Renovarse o morir.

Si los supermercados quisieran invertir en big data, podrían ofrecerte una suscripción a los productos que adquieres periódicamente y que, sinceramente, es bastante aburrido ir a comprar. Con tus últimos tickets sabrían cuántos bricks de leche, huevos o rollos de papel higiénico tendría que tener tu paquete mensual. El día que uno lo haga, los demás tendrán que morir al palo porque se creará, como con las malditas entregas en 48 h de Amazon, un estándar de mercado.

A mí me mola bajar a por mi cesta de fruta y verdura porque Fer, el de la tienda, ya es un colega y la experiencia es muy agradable; hablamos, me da una receta para esa col rarísima y comentamos cosas del barri. No lo cambiaría por recibir la caja en casa, aunque sería lo más cómodo. Igual que antes de verme una hora de tutoriales de la aguja mágica en el océano de superproducción de youtube, prefiero bajar a la mercería y que la Carme me aconseje qué grosor de hilo le va mejor a la tela que quiero bordar. Son los influencers de proximidad a los que no puede sustituir ningún algoritmo ni suscripción online y ese es seguramente el camino que tendrán que seguir para superar la comodidad de Internet.

Todas igualitas

Efectivamente, las suscripciones se basan en datos porque es la mejor manera de escalar el negocio. Aparece entonces el riesgo de uniformidad, como lo llama Cortés y que Esquena desgrana así: “si las suscripciones abren nuevos monopolios, como en el mercado audiovisual, los guionistas se acaban autocensurando porque sólo les financian las obras que quiere la mayoría. Los discursos independientes se van relegando a la marginalidad.

Como consumidores tenemos que hacer un esfuerzo por buscar esas narrativas críticas, aunque sea en las redes sociales, porque las necesitamos para seguir teniendo resistencia. Es la mejor manera para salir de un círculo de consumo que nunca nos hará más felices.”

Quizá una asamblea feminista o una unión excursionista no es para todo el mundo. Y quizá las suscripciones no son malas per se, me digo mientras termino un artículo que leerán en papel personas que hacen un pago recurrente por recibir en su casa un sobre cargado de novedades cada mes. Pero volviendo sobre las palabras del experto en marketing, recupero lo que seguía al riesgo de uniformidad: “Si generas solo en base al usuario, pierdes la sorpresa, los extremos. Y yo confío en que siga habiendo zumbados que creen en los márgenes porque además, ahí, es donde es más fácil competir”. Chúpate esa, capitalismo. Los independientes también sabemos jugar.