Tarde o temprano el día llegaría, por eso me encargué de tener un stock de toallitas para todas las superficies de la casa listo para la ocasión. La visita de mis padres directamente de su pueblo extranjero a la Ciutat Comtal se avecina como una prueba de fuego en mi relación con Barcelona. Mi madre dirá que el precio de la barra de pan es un escándalo. Mi padre hablará con todos los inmigrantes que venden cerveza y me preguntará por qué no están integrados en la sociedad. Los dos se preguntarán por qué no tengo leche en la nevera y me preguntarán a mí por qué hay tantas banderas por todas partes. Ya les he explicado todo mil veces.

Espero, con curiosidad, el momento en que el grupo punk que toca bajo la ventana de mi salón cada día al mediodía empiece a gritar en loop: “‘AM HAPPY, WHEN I DIE”, mientras comemos. Mi padre preguntará qué dicen y los incluirá en las conversaciones telefónicas de los próximos meses. Mi madre me preguntará si no me dan miedo. Los dos dirán que tener música que sube por la calle todo el día me ahorra que ponga yo mi música en casa. Probablemente harán alusión a mi obsesión adolescente por headphones y mi futuro cercano como treintañera sorda.

Lo único que tengo que evitar, cueste lo que cueste, es pasar por el countdown de la plaça Sant JaumePondrán la tele para darse cuenta de que sólo pillo TV3. A partir de ese momento mi padre intentará hablar catalán cuando salga de casa. Y será con algún guiri que lleve un bar por aquí y que no entienda ni lo que es un tallat. Hablando de bares, ninguno de los dos entenderá que tenemos que desviarnos cinco quilómetros de casa para tomar café. Insistirán en comprar un café y un agua cada uno, como si fuéramos ricos. Y pondrán una cara rara cuando la cuenta venga con dos dígitos.

Ninguno de estos escenarios me asusta. He practicado alguna de estas situaciones con más o menos intensidad cada vez que un amigo me visita. Lo único que tengo que evitar, cueste lo que cueste, es pasar por la plaça Sant Jaume. En ese caso, mis padres me preguntarán que pasará exactamente cuando se agoten las horas marcadas por el countdown en una de las paredes. Y aunque viva a 300 metros de ahí y me trague toda la discusión política sobre el tema, no sabré qué decirles y simularé un desmayo. En mi familia siempre han preferido el drama a la ignorancia.