Me senté en la última silla de la barra y le pedí un cortado al camarero.
—¿Vienes de correr?
No venía. Antes de empezar a buscar señales de cansancio extremo, manchas de sudor y olores menos agradables en mi cuerpo, me acordé de los pies. Las bambas fluorescentes habían engañado a este chico. Un chico que probablemente viene de algún lugar lejano donde quien lleva zapatillas de correr, corre.

Cogí una servilleta y un boli y procedí a explicarle: sólo un 40% de las bambas fluorescentes de Barcelona están acompañadas por individuos que corren. De hecho, estos suelen ser criaturas más controladas que los osos en vías de extinción del Pirineo, porque el 98% van acompañados de smartphones que muestran su recorrido a tiempo real, para la infelicidad de sus amigos en Facebook. Pero bueno, no se trataba de explicarle la razón antropológica de porqué medio mundo empezó a correr por la vida aproximadamente 20 años después de que hubiera salido Forrest Gump —para eso ya hay mil reportajes y 400 libros. Mi lección en la servilleta era una clase de estilo para este chico.
Le explico. Hubo un tiempo —no sé si real o imaginario— en que la gente se distinguía por lo que llevaba en los pies. Sandalia con calcetín para el guiri. Tacón aguja para la choni. Bamba skater para los adolescentes. Crocs para la gente rara. Ahora por toda Barcelona marchan pies cubiertos con zapatillas de correr. Las llevan suecas de vestido largo y brazos color gamba, padres modernos y sus hijos bebés, señoras que fueron a hacer la compra.

En un momento de inspiración épica (creo que fue mientras removía el café con una energía fuera de lugar), le dije que en la democratización de la bamba fluorescente podríamos llegar a encontrar trazos de todas las teorías marxistas, freudianas y hasta darwinistas —comprar calzado deportivo es una clara adaptación de la especie humana a la crisis financiera global, esa misma que parece determinada a aniquilar todos los sistemas de transporte público.

Embalada por el ritmo de Shakira que sonaba en la cocina, seguí con la argumentación hasta que lo vi nervioso. A pocos centímetros de mi taza, sus dedos picaban la madera, como si tocara un piano invisible. Me callé y el tío aguantó unos 10 segundos más con las cejas arriba, esperando algo.

Con una voz decidida me preguntó si no quería algo más, porque, en el entretanto, ya había ocupado el tiempo límite en la barra de un bar en el centro histórico. “¿Ensaimada?” Y en el momento de decirle que no y contar las monedas para pagar, hasta yo me pregunté si en realidad no había salido de casa para correr y me había perdido por el camino.