Quería tener un castillo y no lo tengo. Un jardín y dos perros. Por pedir siempre pedí tiempo, ese lapso lleno de incerteza en el que todo se paraliza y una puede asomarse al ventanal a ver como un pájaro devora una migaja y la migaja es devorada por el pájaro. Es extraño. El tiempo nos desplaza, a algunos aniquila e incluso en época de confinamiento puede hacernos sentir ese spleen que Charles Baudelaire elevó a la categoría de poético. Tedio, melancolía e insatisfacción se cruzan en la poesía del escritor francés con el que descubrimos la linealidad que, quizá más que nunca, une el pasado con el presente.

No hace falta mencionar una a una las actividades que han surgido vía on-line y que enganchan más que un reality show en tiempos de campaña. ¿El éxito? Además de continuar teniendo un cuerpo fit o una mente culturizada vuelve a ser el mismo: hacer de lo individual lo colectivo. Me pregunto si lo de los aplausos continúa en pie por el equipo de sanitarios o por nuestra necesidad de abstraernos de lo insoportable que es permanecer activos en una casa de dimensiones limitadas. O lo que es lo mismo, evadirnos de nuestro vacío existencial. Porque aunque no lo parezca, también la espera, esta espera indeterminada, tiene su propio ritmo. Se trata del latido del tiempo resonando en uno mismo y ese eco, por descontado, nos produce un vértigo irreemplazable.

No podemos afirmar ahora que la espera y, más si es impuesta, es una maravilla. Es una lata y eso es innegable.

«Esperar es una lata», escribe Andrea Köhler en su obra ‘El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera’. Un texto magnífico con el que la escritora recorre pasajes clave de distintas obras del pensamiento y la literatura occidentales para mostrarnos una de las vivencias más fundamentales del ser humano: la espera. De hecho, en medio de esta crisis provocada por el coronavirus, sorprende la aparente rapidez con la que muchas personas se han alejado de la aceleración del mundo moderno para adentrarse en la quietud de sus hogares. Suena a quimera en la mayoría de los casos. No podemos afirmar ahora que la espera y, más si es impuesta, es una maravilla. Es una lata y eso es innegable. Porque, aunque disfracemos los tiempos con actividades y videollamadas nocturnas, la espera trae con ella lo que Freud llamaría «la renuncia al instinto». Y frenar ese impulso animal del corazón por querer hacer, tocar, bailar en pleno confinamiento debe reconocerse sino como una limitación, sí como un gran fastidio. Sobre todo, porque, no nos engañemos, somos la cultura de la gratificación inmediata. ¡Hasta la abuela se inquieta cuando no le devuelvo la llamada! ¡La videollamada! Porque ha aprendido a que le vea la cara a más de 350 kilómetros de distancia y eso, eso sí es una maravilla.

«En el drama de la espera, el teléfono sigue siendo solicitado como una técnica que sugiere presencia e intimidad», explica Köhler. Entonces imagino nuestras caras arrugadas, con risas y lagrimones frente a la pantalla donde se produce esa «presencia en la ausencia». El estar sin estar. Porque, aunque tratemos de esperar en grupo; y mira que se han hecho en estas semanas streamings y puestas en común, al final «la espera se vuelve individual», afirma Andrea Köhler.

Si por algo están marcados los lapsos de tiempo es también por su incertidumbre. Lo vemos en los telediarios donde una ya no sabe qué es noticia y qué es verdad y qué es producto del montaje periodístico.

Si por algo están marcados los lapsos de tiempo es también por su incertidumbre. Lo vemos en los telediarios donde una ya no sabe qué es noticia y qué es verdad y qué es producto del montaje periodístico. Sin embargo, hay algo que no puede quitarnos la pandemia: el espacio y tiempo necesarios para valorar el pasado y configurar el futuro. Es lo que, en términos artísticos, Franz Kafka llamaría «el titubeo antes del nacimiento». Un proceso previo a la creación, o lo venidero en el que las musas o la espera nos preparan para esa criatura distinta que está por llegar. Y que, si bien no alterará por completo el estado de las cosas, al menos supone una puesta en escena individual, un hecho que se torna palpable y que traduce la espera en «tiempo regalado».

Pero ¿qué hacemos cuando, como diría Samuel Becket, «la espera se ha convertido en nuestro destino»? Cuando no sabemos con exactitud qué día volveremos a llenar los jardines con nuestras risas y nuestros llantos, a recorrer librerías, museos y playas donde el mar linda con una costa vacía, por el momento, de sustancias tóxicas y contaminantes. Frente a la incertidumbre, los más pequeños lo tienen claro. Para ellos la realidad es inconmensurablemente nueva y ajena, por eso caminan siempre con una porción de lo conocido: su osito de peluche. Compensan así su déficit de confianza con lo que Freud denominó el «objeto transicional».

Y en el mundo moderno también los adultos necesitan su osito de peluche, llamémosle amuleto de la suerte o ese texto clásico que permite alardear de esto o aquello. Es lo que Odo Maquard llama una «doble vida temporal» en su ensayo ‘Tiempo y finitud’. «Aunque es cierto que la aceleración neutraliza nuestros lazos con la tradición, nunca antes se ha empleado tanto tiempo y dinero en proteger el pasado», afirma Köhler. Es en el pasado donde la incertidumbre vuelve a refugiarse una vez más.

Desde hace unas semanas hemos asistido a la primera desaceleración del mercado en mucho tiempo y eso, como bien sabemos, tendrá consecuencias no solo económicas sino psicológicas.

Desde hace unas semanas hemos asistido a la primera desaceleración del mercado en mucho tiempo y eso, como bien sabemos, tendrá consecuencias no solo económicas sino psicológicas. Como dice Andrea Köhler, «aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tempo acelerado, los sentimientos conservan su lentitud». No podemos olvidar que nuestra potente maquinaria emocional requiere de paciencia. En pleno confinamiento, pero también cuando las calles vuelvan a vestirse bajo el velo de la aparente normalidad.

Fuera alguien ha puesto música de Silvia Pérez Cruz. Sus canciones se mezclan en el silencio de la calle. Y la atmósfera se vuelve tenue y yo escribo mientras ella canta y vosotros leéis. Dentro imagino el castillo, el jardín y los dos perros. Los sentimientos bailan entre acordes y vuelvo a sentir la ciudad dormida, pausada, confiando en que tras este estadio de espera prolongada una nueva criatura emerja al mundo. Entonces nada habrá cambiado, eso seguro. Y el capital volverá a ser mercancía, pero alguien con un nuevo tono habrá dejado por escrito los inicios de un poema o de un texto que como este ya ha llegado para cubrir los márgenes del tiempo. Uniendo tu espera con la mía.

Andrea Kohler, El tiempo regalado, traducción Cristina García Olrich, editorial Libros del Asteroide.