Se suele decir que los niños y los borrachos dicen siempre la verdad. Esto, obviamente, no es así. El niño es una simplificación, una semilla, del adulto complejo que llegará a ser y el borracho es una parodia de sí mismo. Además, al segundo caso hay que añadirle los muchos demonios que normalmente todos tenemos dentro y que intentan tomar el control cuando desaparece la inhibición. Pero esto no quiere decir que digan la verdad. De hecho, el niño aún no sabe qué es la verdad o la mentira, y en su realidad no hay diferencia entre una y otra, y creo que no hay nadie más mentiroso que un borracho, pues se miente incluso a sí mismo. Creo que a esto, hoy en día, habría que añadirle las redes sociales. Sobre todo Facebook. Los perfiles de Facebook se parecen a un borracho, pues, cuando decidimos qué mostrar o dejar de mostrar, o fingimos enemistades o una grandísima amistad con personas que no conocemos, o mostramos un fanatismo que cara a cara no tenemos, lo hacemos no tanto para engañar a los demás como para engañarnos a nosotros mismos.

También se parecen a niños, ya que, con demasiada frecuencia, no somos capaces de distinguir entre realidad y ficción. Tal vez, todo tiene que ver con los demonios y con esa falsa sensación de impunidad y seguridad que producen las drogas y el alcohol. Tal vez, es todo un juego de niños sin importancia. Tal vez, es una fiesta de borrachos. Tal vez, simplemente, la realidad esté cambiando, pero, en días como éste, no puedo evitar sentir que, cada año que pasa, estamos más solos en el patio de colegio, en el after en el que apuramos las últimas copas.

—Pero, cariño, tú también escoges qué mostrar u ocultar constantemente. Acabas de hacerlo aquí.
—Claro, sí, pero yo soy escritor.
—¿Entonces todos los escritores sois mentirosos?
—No sé si conoces el cuento de El sastrecillo valiente. En él se cuenta cómo, un día, estando en su taller, casi sin darse cuenta, dicho sastrecillo mató siete moscas de un solo manotazo. Se quedó tan encantado que corrió a contárselo a alguien, pero a este alguien no le pareció nada llamativa semejante tontería. Así que el sastrecillo comenzó a decir que había matado, no siete moscas, sino siete gigantes de un manotazo. Y eso sí impresionó. El sastrecillo no mentía, simplemente trató de transmitir lo que él sintió con su proeza, que otros lo sintieran, y, de paso, creó esperanzas en un mundo acosado por gigantes. El sastrecillo era escritor, del mismo modo que lo era el que imaginó el cuento y los hermanos Grimm cuando lo plasmaron en letras. Ninguno mentía.
—Pero, si mal no recuerdo, luego, al sastrecillo, le obligaron a luchar contra gigantes de verdad y tuvo que hacerlo para no quedar como mentiroso. Lo pasó mal. Esa es la moraleja.
—Sí, claro. Esa es la moraleja: que si escribes, si lo haces de verdad, tendrás que matar muchos gigantes, cada vez más grandes, cada vez más fuertes, para poder seguir escribiendo y comunicando el milagro.
—Entiendo. Así que lo que te molesta de las mentiras de las redes sociales es que no matan gigantes.
—Algo así, aunque ya te digo que no me molesta. Simplemente me parece que no comunican, sino que aíslan. Es lo contrario al arte. Niegan a los gigantes y, en su lugar, muestran moscas.
—¿Y no será que te molesta el “intrusismo laboral” en el derecho a ficcionar?
—No, no es eso. Todos mienten, lo importante es para qué sirve esa mentira. Y no me seas cabrona.