“Estamos en el año 24 después de las Olimpiadas. Todo el comercio de Ciutat Vella está ocupado por Inditex. ¿Todo? ¡No! Un barrio poblado por irreductibles diseñadores locales resiste todavía y siempre al invasor.”

A los que no viven en el Born les encanta este barrio. Hay que reconocer que es pintoresco: sus bonitas calles estrechas —con un 35% menos de olor a pis que las del Gòtic— están llenas de apetitosos restaurantes donde nos gustaría cenar cada día y de pequeñas tiendas de moda independiente en las que querríamos entrar con una tarjeta black y arrasar con todo lo que tuvieran dentro. Pero, ¿por qué no lo hacemos?

Parafraseando a los célebres poetas suecos Benny Andersson y Björn Ulvaeus: “Money, money, money / must be funny / in the rich man’s world”. “Maldito parné”, que diría Marifé de Triana. En resumen: el diseño y la calidad se pagan, no es ninguna novedad. Y es aquí donde nos encontramos con la gran paradoja: ¿estas tiendas sobreviven a pesar de, o gracias al turismo? Lo segundo parece más factible. Eso, y alguna extraña fuerza que mantiene alejadas de la zona a las grandes cadenas textiles (hace años abrieron un Desigual en la plaça Comercial y duró menos que un locutorio pakistaní en Pedralbes).

Parece claro que sin turismo sería difícil que existieran tiendas de este tipo, pero no podemos culpar a los turistas de la plaga Inditex. Quizá si todos comprásemos una buena prenda de producción pequeña en lugar de tres prendas de Zaras y Lefties, los precios de las primeras bajarían con el aumento de demanda y los barrios estarían llenos de tiendas bonitas, la producción textil sería más responsable, y las personas iríamos muchísimo más elegantes. También existiría el riesgo de que nuestro Amancio patrio dejara de ser el señor más rico del mundo, pero creo que podremos vivir con ese peso en nuestra conciencia.