Hace un año y cuatro días, vivía en Barcelona. Vine, o fui, a la Feria del Libro de Madrid el último fin de semana, a fin de escapar de una relación que era insostenible, de un naufragio inevitable, pues ninguno de los dos nos poníamos de acuerdo sobre el rumbo a seguir y, cansados, dejábamos que nos llevara el viento. Después, hoy hace un año, volví a Barcelona y todavía estuve allí, o ahí, tres semanas, mientras empaquetaba mis pocas pertenencias y las escasas ideas y sentimientos aún sanos y comestibles que me quedaban. Recuerdo sobre todo las terribles noches en la misma casa que ella, pero ya en otro sitio. Noches calurosas y ansiosas durante las que me atacaron todos los demonios llamándome fracasado, echándome la culpa por no haber sido capaz de dirigir mi destino.

—Yo también lo pasé mal. Terriblemente mal. Estaba perdida sin ti, pero más aún contigo.

Lo sé. No tengo duda. Los finales, salvo la muerte, siempre los escriben dos. Porque no son punto y final, son, aunque aún no lo veamos, punto y aparte. La historia ha de seguir, en una novela que ya no será compartida. Pero esto ya lo sabemos. Ya no es tiempo de justificarse ni pedir perdón, pues nadie tiene la culpa y se nos han olvidado las acusaciones. Quería hablar de otra cosa. De este año en el que cabe una vida entera. Y de que la semana que viene será San Juan.

San Juan es importante para mí. De niño era, junto con carnaval, mi fiesta preferida. En Asturias no se tiran petardos, pero siempre ayudaba en mi pueblo a montar la hoguera, alrededor de la que luego bailaríamos todos los vecinos. Los chicos más valientes saltaban por encima de ella, y yo admiraba su proeza. Después, en Madrid, perdí esa fiesta, pues aquí no se celebra, como tampoco se celebra el carnaval; las celebraciones paganas están extintas en esta ciudad. En San Juan, mi primer año en Barcelona, la conocí. Y en San Juan, hará ahora un año, me despedí de ella.

[gdl_icon type=»icon-lock» color=»#000″ size=»25px»]Fue la primera vez desde que la conocía que salía sin estar con ella. Me invitaron a una fiesta en un piso en la Barceloneta con una estupenda terraza que daba a la playa. Estaba nervioso y bebí mucho. Lo pasé bien. Lo pasé muy bien sin ella, o sin nuestros problemas a mano; sin el miedo a que una discusión estallara en cualquier momento y nos hiciera pedazos. Cuando llegó medianoche, escribí en un papel todo lo que no me gustaba de mi vida y lo quemé en una barbacoa. En la calle unos diablos rojos tiraban petardos y portaban bengalas. En algún momento a lo largo de la noche, me quedé dormido. Cuando desperté, aún borracho, ya era por la mañana, y ella estaba allí, ya que mis amigos eran sus amigos —o al revés— y se había dejado arrastrar por la fiesta. Recuerdo que alguien puso una canción chorra y romántica de Los Rodríguez. No sé de quién fue la idea, pero la bailamos abrazados. Ella lloraba en silencio sobre mi hombro. Yo le besaba la cabeza, como cuando se trata de calmar a un niño. Esa fue la última vez que la vi llorar. Esa fue la última vez que la abracé y la amé. Unos días después, me fui de casa. Hace ahora un año. Un año en el que cabe una vida.

—Lo recuerdo, sí. Aunque sabes de sobra que yo ya no soy ella. Que hablas contigo mismo.
—Claro que lo sé, por eso utilizo la tercera persona…
—Bien, me parece bien. Pero, ¿qué escribiste en aquel papel que quemaste?
—Te lo acabo de contar. En cualquier caso, surtió efecto.
—Por muchos años, Astur.
—Por muchos años, guapa.