Gracia es un barrio cosmopolita, acogedor y grandilocuente en el que todo ser tiene cabida. Hippies, raperos, modernos de pueblo y de ciudad, skaters, ancianos y perros; muchos perros. Vayas donde vayas puedes encontrar un amplio catálogo de razas de perros, entre los que se encuentra el mío, Hugo, Hugo Gos, un chucho común de unos 30 kilos que disfruta paseándome por las calles del barrio.

Las plazas son los epicentros del mundo canino. Allí hacen sus quedadas los perros, que se reúnen junto a los perroflautas, seres a los que, aunque no pertenecen a su especie, tienen en alta estima. Pasean, juegan, corretean y lucen a sus dueños. Los perros digo, no los perroflautas. Que también.

Pero, y aquí viene el gran dilema, los perros, como cualquier otro ser vivo, excepto las plantas, que yo sepa; tienen la necesidad de hacer sus necesidades, valga la redundancia. Para ello, una ciudad como Barcelona no podía prescindir de los maravillosos pipican, auténticos parques de atracciones en los que nuestros amigos los perros, además de correr a su libre albedrío y establecer relaciones sociales, hacen pipí y popó.

El problema viene cuando a una comunidad de vecinos impecable y sin un solo animal en el edificio, que las hay, le instalan uno de estos peculiares recreativos perrunos al lado, en frente, detrás o al alcance de su vista.
Una de estas espectaculares comunidades de vecinos se encuentra en Travesera de Gracia, vete tú a saber qué número. En un espacio deshabitado, aunque rodeado de bloques de pisos, el ayuntamiento ha instalado recientemente un nuevo pipican al que a Hugo le encanta ir. Básicamente porque me pilla cerca y no me da pereza llevarlo.

Junto a Hugo, decenas de perros infectan el lugar a diario, y a ciertas horas, en primavera, que todo florece, y más los olores, aquello se convierte en una amenaza tóxica para sus conciudadanos. Y claro, los vecinos, a los que emitir sus quejas no les supone un inconveniente, han iniciado su peculiar lucha.

Desde que se inaugurara, y sólo hace algo más de un mes, no ha habido día en el que no haya oído alguna queja. Da igual si estás dentro del recinto, fuera, pasando por delante, con tu perro, o sin tu perro. El caso es que las quejas fluyen, y posiblemente, trasciendan a las autoridades, lo que conllevará su cierre.

Y yo, persona de mente ancha, entiendo a esos vecinos, pero ellos, que seguramente nunca hayan tenido ni un mísero hamster, con todos mis respetos a los roedores, no entienden a mi pobre perro.

Un perro que se siente frustrado cuando intenta hacer pipí en la rueda de un coche/moto/bici y yo le regaño. Un perro que no puede llevar a cabo su defecación en la acera de una calle porque los que toman cerveza en la terraza de un bar lo miran mal. Y yo le regaño.

Si mi perro, y el de cualquier otro, no puede hacer sus necesidades en la calle, y los pipican van a trasladarse, tarde o temprano, a los escasos espacios abiertos de la ciudad, ¿debería plantearme adquirir un rancho en las afueras? ¿los dueños de perros quedaremos desterrados a los prados verdes y frondosos? ¿he de enseñar a mi perro a ir al váter?

Por el momento, seguiremos haciendo nuestra excursión diaria al pipican de Travesera de Gracia, aunque, tal y como están las cosas, dudo que podamos tomar el sol de agosto allí. Así que, si algún gurú de perros puede conseguir que Hugo aprenda a ir al baño, por favor, que se ponga en contacto conmigo. Yo, por mi parte, sólo he conseguido enseñarlo a que me choque los cinco.