Alejo, Samuel, Quique y Bernardo son amigos desde pequeños. Estudiaron en el mismo colegio, y aunque la universidad les separó durante un tiempo, mantuvieron siempre un estrecho lazo reforzado en parte por la proximidad de sus respectivas residencias.

Casi cada tarde después de trabajar se reúnen en un bar de la calle Doctor August Pi i Sunyer para tomar una cerveza. Los viernes, ya sin el lastre de haberse de despertar pronto para ir a trabajar, cambian la cerveza por el gin-tonic. No son especialmente distintos a cualquier otro grupo de cuatro amigos. No fueron los más rebeldes de la clase. Tampoco fueron especialmente brillantes académicamente, pero las universidades de pago y los másters en el extranjero les ayudaron a construir su carrera profesional. Les gusta la buena comida, descansar en la playa y salir de fiesta de vez en cuando. Pero Alejo, Samuel, Quique y Bernardo tienen un secreto. Un secreto aviva su fuego vital y les da fuerza para mostrarse ante el mundo sin fisuras. Cuando están tomando una cerveza, en sus conversaciones se barajan apasionadamente términos como cashflows, ciclos económicos, estabilidades financieras, fluctuaciones de mercados o externalidades negativas. Expulsan los tecnicismos con deleite, como si en aquella pequeña mesa del bar de Pedrables estuvieran escribiendo ellos mismos la Historia. Se sienten la punta de lanza de un mundo que está por venir. Han asumido la importancia de la moneda como quintaesencia de la vida, y el mercado como el lugar abstracto donde la Justicia impone su ley. A ellos les gusta el dinero. A quién no, claro. Pero ellos creen que poder reconocerlo les dota de una cierta posición de honestidad ante la vida que calma sus espíritus. Como Alex, el malvado personaje de La naranja mecánica, se han convencido de que no hay verdad mayor que asumir su propia “naturaleza”.

No fueron especialmente brillantes académicamente, pero las universidades de pago y los másters en el extranjero les ayudaron a construir su carrera profesional.

Es por eso que a veces, cuando en su vida, por situaciones que no vienen al caso les han acusado de ser unos pijos, esbozan una sonrisa burlona. “Nosotros somos lo que tú no te atreves a ser”, piensan. No hay ataque que pueda penetrar su vigoroso armazón ideológico. Quizá no es importante si fueron los más listos de la clase, porque son, al fin y al cabo, jóvenes upper diagonalers.

En un futuro alguno de ellos encontrará en alguna religión oriental la cura de todos sus males. Otro, hallará el camino recto en la familia y los valores tradicionales del cristianismo. Alguno seguirá defendiendo lo mismo a sabiendas de que en el fondo no hay nada como una buena comisión para apaciguar a los demonios. El otro gestionará patrimonio, pero vivirá fosilizado por la constante sensación de ser aplastado por su propia mediocridad.

De un modo u otro, las vidas de los cuatro amigos seguirán atadas. Beberán gin-tonics, ya con primogénitos correteando descalzos por el jardín de alguna urbanización veraniega. Aunque ya nada será lo mismo. Lo que antes era verdad ahora será postizo.

Pero nadie les podrá quitar a Alejo, Samuel, Quique y Bernardo la sensación con la que vivieron aquellos años de juventud. El mundo entre sus manos, fluyendo entre copa y copa.