Esta mañana estaba desayunando en una cafetería del centro y mientras ojeaba el periódico me ha llamado la atención una noticia que hablaba de que el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido recuperar las azoteas de la ciudad para convertirlas en espacios verdes.

He levantado mi mirada del diario, justo cuando llegaba la camarera con mi café con leche de soja y me he visto envuelta en el ambiente que impregna las calles de Barcelona. Ahora es lo que se lleva, ser verde. La palabra orgánico era la que más se repetía en las pizarras de la cafetería, todos los muebles estaban hechos con palets y las plantas colgando de las paredes del local constituían la decoración del espacio. Y todo esto me ha dado qué pensar.

No creo que los urbanitas estemos preparados para crear nuestro propio huerto de vecinos. No conseguimos que nuestra verdura sobreviva en la nevera, pero nos morimos por contar a nuestros colegas lo mucho que están creciendo nuestros tomates. Es que ya lo veo, ahora en nuestros selfies apareceremos exhibiendo una hortaliza con una mueca sonriente. No es que esté en contra de crear pequeñas Ciutadellas en nuestras azoteas, pero no sé hasta qué punto es viable. El simple hecho de que una persona con una jornada laboral de 40 horas decida pasar sus ratos libres cuidando el huerto de los vecinos parece poco probable. Eso sí, tras semanas de duro esfuerzo, la satisfacción que debe producir recoger tus propias frutas y verduras debe ser impagable.

Por otro lado, me preocupa la viabilidad económica del proyecto. Sí, el Ajuntament nos subvenciona con 11,3 millones, haciéndose cargo del 50% del coste de las obras pero tras este empujoncito, son los vecinos los que tienen que ocuparse del mantenimiento del espacio. Tanto si se deciden por el pequeño huerto, como si montan un pequeño espacio chill out van a tener que apretarse el cinturón. Sólo la cantidad de agua que se necesita para mantener un espacio verde hace que suba la factura, teniendo en cuenta que en Barcelona la lluvia no suele ser protagonista. Además, no nos engañemos, acabaremos contratando a alguien para que haga nuestro trabajo. Aunque, pensándolo bien, al menos crearemos empleo.

Luego está el problema del ruido que generará este nuevo proyecto. Ahora no sólo tendremos que lidiar con el bullicio de las terrazas de las calles de Barcelona; porque ¿quién quiere tener un huerto cuando puede montarse su propia terracita en casa? Los guateques improvisados que protagonizarán nuestras noches serán la pesadilla de muchos vecinos y eso generará más problemas de convivencia de los que ya hay.

Así que, después de meditarlo bien, yo me quedo con las azoteas de toda la vida. Las que sólo visitan las abuelas para tender las sábanas que no caben en el tendedero y los jóvenes rebeldes para fumarse el canuto que no pueden encenderse en casa. Me quedo con las azoteas silenciosas y mágicas que tenemos ahora, con ese color terracota que tanto caracteriza a Barcelona. El huerto puede quedarse en el campo, yo prefiero seguir yendo al mercado.