[gdl_icon type=»icon-lock» color=»#000″ size=»25px»] Cuando volví a Madrid, como es lógico, dejé en Barcelona unos cuantos amigos a los que echo mucho de menos. Así que en cuanto los escucho quejarse de cómo está la situación allí —o aquí, si es que estás leyendo esto impreso—, salto como un rayo, me arranco por bulerías y les canto aquello que cantaba Ketama de “Vente pa Madrí, primo, vente pa Madrí, po´que tu sabeh que ya no pue´de tar allí”. Aun así, mi sugerencia tiene escaso éxito, por no decir nulo, todo hay que decirlo. Y yo, que no soy tan feo ni huelo mal, pregunto por qué. Las razones que me dan, claro está, son múltiples (familia, amigos, amor por una mujer, amor por la tierra, necesidad de comer pan tumaca todos los días, necesidad de ver a Love of Lesbian en directo cada dos semanas, etcétera). Pero de entre todas hay una que suele repetirse: Madrid está demasiado lejos del mar, lo echaría mucho de menos.

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Y yo me paro a pensar y me sorprendo. Me sorprendo porque, gustándome el mar tanto como me gusta —no en vano me crié hasta los diez años en una casa frente al mar Cantábrico y sus costas fueron el patio de recreo donde construí mi alma—, jamás lo he echado de menos estando en Madrid.

De hecho, es todo lo contrario. Lo siento cercano, presente, rodeando el barrio en el que vivo. Cientos de veces he mirado por la ventana y he visto los tejados de Madrid perderse en el horizonte hasta llegar al mar. Bajando por cualquier calle empinada, como la cercana Ave María, desemboco en una playa. Gaviotas que no veo me despiertan todas las mañanas y a la vuelta de cualquier esquina estoy seguro de que aparecerá un inmenso puerto.

… po´que tu sabeh que ya no pue´de tar allí”. Aún así, mi sugerencia tiene escaso éxito.

Aquí llegan todos los mares. El Mediterráneo, el Cantábrico y el Atlántico bañan estas playas y, para mí, tiene más de barrio marinero Lavapiés o Malasaña en Madrid que, por ejemplo, Gràcia en Barcelona o los Pericones en Gijón. Porque todos los mares son el mismo mar. El mar que solo los soñadores, los valientes o los desesperados se atrevían a cruzar. El mar para llegar, irse para siempre o volver después de muchos años. El mar donde descansar la vista y sentir a Dios. Y el mar de la Meseta Castellana tiene tanta soledad y tantos naufragios y tanto pasado y tanto futuro y tantos dioses y es tan fértil y cruel como el que más.

Cómo echar de menos lo que no está lejos. Cómo no ver los mástiles de los barcos acercándose a la costa tras un largo viaje y no sacar el pañuelo para saludar a sus extenuados ocupantes. Cómo no sentir que los acantilados se gastan y desgajan bajo las olas del tiempo. Joder, cómo no ver la curvatura del mundo en todo momento.
—Sí, eso es muy bonito. Pero no me convences.
—Bueno, yo lo siento así.
—Tú tienes mucha imaginación. Además en Madrid tampoco tenéis panaderías.
—Mierda, eso es cierto. Nunca lo había pensado. ¡Aquí no hay panaderías! Dadnos algunas, tenéis cuatro en cada calle, no es posible que comáis tanto pan…
—Eres como un niño. Lo quieres todo, cariño.

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