El mundo está lleno de trastos inútiles. Desde políticos a exprimidores amarillo limón con forma de barquito de papel, la sucesión de cacharros que decoran la experiencia cotidiana es una extensión ampliable hacia el absurdo. Dentro y fuera de casa, se lleva lo inservible. Convertidores de euro a monedas que expiraron hace más de diez años, estuches raídos que van perdiendo lápices por todas partes, ordenadores con la placa madre en estado de putrefacción, llaveros que no caben en un bolsillo, cafeteras que no pueden hacer café, amantes negligentes que ni saben querer ni saben follar, plazas en las que está prohibido jugar a la pelota o a lo que sea, licuadoras de fruta que nadie se atreve a usar porque su limpieza exige un máster en ablución jabonosa, reproductores de VHS sin cintas de vídeo que reproducir, religiones oficiales en las que oficialmente casi nadie cree, altavoces en los que no suenan los graves, viviendas inhabitables, manuales de instrucciones que nadie se lee gracias al conocimiento empírico derivado de la autodidáctica del desacierto, libros de escritores que no saben escribir, botellas de agua con sabor a melocotón que no saben a melocotón, bicicletas estáticas para deportistas que no practican ningún deporte, latas de conserva caducadas, enciclopedias en tomos donde el saber atrae demasiado polvo y ocupa demasiado lugar, perfumes que apestan, dj’s y canciones que no hacen bailar a nadie, suavizantes de ropa que dejan la colada almidonada y dando espartanas caricias, teléfonos de primera generación que no se encienden, desodorantes que incrementan el olor corporal en vez de destruirlo, cintas sin ningún aparato para cassettes en kilómetros a la redonda, utensilios para remover la ensalada que lo echan todo fuera del plato, calcetines con agujeros y medias rotas, tarjetas de crédito sin dinero, parques en los que está prohibido sentarse, zapatos que hacen daño al caminar, pilas recargables con el cargador extraviado, cartas de amor cuando hace ya lustros que el amor se fue por la puerta de atrás y dando tumbos, lámparas que nunca tuvieron la suerte de encontrarse con una bombilla, vestidos de lana y con mangas veraniegas, zumos vitaminados sin vitaminas, periódicos de hace cuatro meses… etcéteras y etcéteras. Por cosas indispensables por inservibles que no falte.

 

El ser humano, cuando se cansa de ser racional, se convierte en un ser objetual y amante de lo inútil. De homo sapiens a acumulador sentimental de lo inservible. Para ello cuenta con acicates externos y con estímulos propios: la asistencia de la obsolescencia productiva une fuerzas con ese Diógenes sin complejos que todos llevamos dentro. En la lucha desarmada por la invasión doméstica del espacio y la evasión existencial en el consumo, los objetos encuentran otro aliado estratégico en la reinterpretación del síndrome de Estocolmo, siendo así cómo los secuestrados desarrollan una relación de complicidad con los captores la cual contribuye a eludir cualquier forma de victoria del raciocinio sobre el imperativo acumulativo. Contra ciertos objetos no hay objeción que valga, porque hasta a la basura se le coge cariño.