Es todo un clásico: a nadie le gustan los dentistas. La aprensión generalizada contra la práctica de la odontología es uno de los miedos comunes de la mayoría de los mortales con procaces caries y demás infecciosas afecciones bucales. De este recelo fundado gracias a la sádica historia de una odontología en pañales se deriva una transformación simbólica que ha hecho del dentista el verdugo sádico de la medicina contemporánea y no aquel posible héroe dispuesto a darlo todo por sacarnos nuestra mejor sonrisa, cueste lo que cueste. Será que, contra la tortura patológica, la odontología propone la tortura del remedio.

 

Ir al dentista es como ir al mecánico. Uno acude creyendo inocentemente que se trata de solucionar un pequeño ajuste irrisorio para, al cabo de unos pocos minutos, darse cuenta de que toca reconstruir toda la maquinaria y olvidarse de invertir los ahorros en esas vacaciones hipotéticas con las se consigue engañar el tedio existencial de la cotidianidad. Las consultas odontológicas son una suerte de hades privado de la medicina contemporánea, donde a Caronte no se le paga con un óbolo, sino con disgusto crediticio y desilusión a plazos. Los dentistas provocan además la misma desconfianza que los mecánicos, ya que el paciente siempre duda de si el diagnóstico extendido se corresponde más con las necesidades de rehabilitación de éste o con las imposiciones económico-correctivas de los primeros.

 

Dentro de toda excursión odontológica hay dos momentos detestables por ineludibles. El primero de ellos desaparece en la edad adulta, ya que se presupone que a cierta edad uno sabe lavarse los dientes correctamente y no es necesario el examen previo por parte del dentista gracias a una pastilla de repulsiva degustación que indica, mediante manchas estratégicas, la ubicación de la suciedad que el cepillo doméstico no supo llevarse por delante. El segundo se corresponde con el profundo pinchazo de la anestesia y se ocupa de producir la siguiente contradicción: el dolor previo para la indolencia futura. O de cómo perder la sensibilidad durante un rato sin padecer Asperger para, en unas horas, perder la sonrisa habiendo conservado todos los dientes.

 

Pero, sin duda, lo mejor de todo el proceso de reconstrucción bucal es el concierto del implacable utillaje sonoro. Reminiscencias musicales de la sierra mecánica, el taladro, la lijadora, los alicates y el martillo, la minúscula caja de herramientas odontológica sugiere, sin pretenderlo, una ópera afónica donde el apocalipsis se ensaya todo el tiempo a invisible escala de microbio en una boca que sirve como escenario del fin de un mundo: el de las bacterianas y expansionistas caries. Y es que habría que empezar a construir una apología del dentista porque, como decía Pessoa, por mucho que duela el desamor, nada duele tanto como el dolor de dientes.