Hay un momento en la vida en el que todo veinteañero se hace treintañero. O lo que es lo mismo: a todo cerdo le llega su San Martín. La delicada y frágil línea que separa una década de otra apenas son unas horas, un día, unos meses, un año. Sin embargo, el cataclismo generacional se perfila rápidamente, como la línea del contorno de ojos que, por primera vez, exige potingues y demás brebajes estéticos para volver a ser jóvenes, como si eso fuera posible más allá del mundo de los vampiros y demás espectros pueriles.
Dicen los ilusos que los treinta son los nuevos veinte. Semejante espejismo apenas funciona en el debut del tercer decenio, antes de la mitad del séptimo lustro de existencia, puesto que esta teoría provocada por los delirios de mocedad se invalida automáticamente gracias a su aplicación sobre cualquier otra frontera temporal del ser humano. Y así nos encontramos con que los veinte, ni de lejos, son los nuevos diez. ¿Quién, aún en su insano juicio, querría volver a pasar otra vez por la extirpación de cráteres pubescentes, el darwinismo social del instituto y demás alteraciones hormonales una vez alcanzados los primogénitos y únicos beneficios de la incipiente etapa adulta?
Para demostrar que los treinta de ahora tienen mucho de los treinta de siempre, aunque nos hayamos librado del clásico combo social representado por la secuencia matrimonio/hipoteca/hijos/perro, solo hay que desvelar el multicolor camuflaje urbano a base de los mismos dimes y diretes de una adolescencia excesivamente prolongada. Si a los quince, las visitas al odontólogo con el plus de una reluciente ortodoncia son una exigencia más de la correctiva adolescente, a los veinte son una licencia tardía de la amnesia estética. Pero a los treinta, admitamos la crudeza de la honestidad, un aparato sobre nuestros dientes resulta, más que anacrónico, descarriado. Si a los veinte, pasarse el fin de semana de bares en clubes, de clubes en afterhours y de afterhours en bares, a los treinta semejante conducta resuelta es percibida como un exceso de audacia. Si a los veinte es posible beber con dignidad ron barato con cola, a los treinta hay que tener un poco más de clase y pasarse a la bebida de los intelectuales bisoños: el gin-tonic. Si a los veinte uno demuestra su vigor juvenil vomitando la melopea diaria de esquina en esquina, a los treinta hay que tener el valor y la elegancia suficientes como para conformarse con un ligero estado de ebriedad un día a la semana.
Si a los veinte, las minifaldas a la altura del cinturón son una bendición para los próceres del patriarcado, a los treinta hay que resignarse con una falda por encima de las rodillas que camufle los indicios y cicatrices de una celulitis inexpugnable. Si a los veinte uno puede cometer errores cuando se le antoje gracias a la soberanía de la prometedora enmienda futura, a los treinta el yerro es como un yunque y corremos el riesgo de morir aplastados por nuestras ya imperdonables equivocaciones. Si a los veinte el fracaso es un holograma del mañana, a los treinta es un tatuaje del ayer.
Hay determinados contextos socioculturales en los cuales los treinta todavía exhalan un hálito de prístina juventud: el mundo del arte, el de la arquitectura y el de las altas esferas para los grandes hombres de negocios. Aquí no se permite una entrada triunfal por la puerta principal si uno no supera los cuarenta o, siendo más exactos, si no roza los cincuenta, edad en la que –dice la chanza popular– se puede cambiar a la consorte por dos gemelas de veinticinco. A los treinta, para cometer semejante acto de insubordinación conyugal, uno tendría que efectuar la permuta con dos adolescentes tailandesas. Pero entonces, además de perpetrar un imprudente episodio de censura social, se incurriría en un palmario movimiento de pederastia y racismo involuntario y, por consiguiente, de delito mayor y supremo. Hay casos en los que a los treinta uno todavía es demasiado joven como para permitirse hacer ciertas cosas. O que treinta no es un número suficiente. De hecho, si uno fuese Ali Babá, todavía le faltarían diez ladrones para completar el proverbial e inverosímil siniestro.