Dicen que las que salimos de cole de monjas somos de lo peorcito. Hasta ahora pensaba que esto era sólo un lugar común, el típico chascarrillo que te lanza el gañán de turno cuando te ve muy loca o demasiado suelta para su gusto. “De cole de monjas tenía que ser” está en la línea del “mujer tenía que ser” o “catalana tenía que ser”. Simples generalizaciones, poco afiladas y que, más que nada, sirven para constatar que el que las enuncia tiene boca, faringe, cuerdas vocales, la capacidad del habla en condiciones y poco más.

Pero hace poco he descubierto que este comentario del cole de monjas tiene más verdad de la que yo le suponía. Probablemente todas las que salimos de cole de monjas hemos acabado ateas perdidas, o por lo menos agnósticas, o creyentes en el poder de la energía cósmica, el Reiki o las flores de Bach. Pero eso no importa, porque el mal mayor es mucho más profundo y de aspecto estructural: nos implantaron la semillita del “Dios te guiará” en una edad en la que nuestras tiernas neuronas aún estaban configurando conexiones permanentes a diestro y siniestro. Y entre ellas, ahí se quedó el “Dios te guiará”, retumbando entre sinapsis y sinapsis, creando mensajes erróneos que vienen de lo más hondo del disco duro y para siempre. Una tragedia, vamos, de la que me he dado cuenta ante una duda moral que me asaltó hace unos días (y de la que no voy a hablar porque esto no es el Sálvame y yo no soy Raquel Bollo). La cuestión es que, ante esta duda moral de índole privada, yo estaba retrasando el hecho de tomar una decisión al máximo, hasta que un buen amigo me habló del coste de oportunidad, un concepto de economía que me ayudó a decidirme en menos de un minuto y con la seguridad absoluta de que no sólo estaba haciendo lo que más me convenía, sino también lo correcto para mí misma. ¡Viva la economía!

El concepto del coste de oportunidad fue acuñado por Friedrich von Wieser en su Teoría de la Economía Social allá por 1914. Citando a la todopoderosa Wikipedia, el coste de oportunidad designa el coste de la inversión de los recursos disponibles, en una oportunidad económica, a costa de la mejor inversión alternativa disponible, o también el valor de la mejor opción no realizada. Básicamente, es tan sencillo como plantearte qué vas a perder o ganar si desechas una opción determinada y te decides por otra. Ya sé que parezco imbécil, porque al fin y al cabo eso es lo que toda persona adulta se plantea antes de tomar una resolución.Y, hasta el momento, yo misma creía que hacía eso, pero se ve que no. Por lo visto, lo que hacía era esperar a que algo, alguien, lo que fuera, me indicara la mejor opción a seguir. Dios me mostrará el camino. “Dios te guiará.” Tócate los huevos, maripili. Esas entrañables monjitas sembraron con alevosía la irresponsabilidad en la raíz más profunda de mi ser, el dejar en manos ajenas o en manos del destino las decisiones más importantes de mi vida. Pero imagínate lo que hubiera sido mi vida con unas clases de economía a tiempo en lugar de perder el tiempo haciendo ver que rezaba el avemaría y buscando musgo para el pesebre. En fin, espero que no esté todo perdido y aún pueda tomar las riendas de mi destino, cual princesa de Disney redimida. Y si no, siempre tengo la opción de contratar a Alfredo Fraile, el que fuera asesor de Julio Iglesias, Berlusconi y el rey de Marruecos, para que tome la decisión acertada por mí.