Una breve intro teórica

El segundo negocio que maneja más dinero en el mundo es, por así decirlo, el más tonto. El negocio del turismo, actualmente conocido como “la escapada”. Barcelona, aprovechando la playa, junto con la marca: “España es el país más alegre e impío del mundo y tiene la mejor sanidad del mundo para un clima caluroso veraniego”, a la par con Cuba, se ha convertido en verano en un destino turístico por excelencia. Nuestros lectores, que son guiris que se quedan y se desguirizan, ya deben haber comprobado la corrosión del carácter que experimenta la ciudad con el desembarco/aterrizaje de sus compatriotas en versión frívola. El turismo convierte a los habitantes de un lugar en lacayos del cliente esporádico y sus caprichos, y desarraiga cualquier tipo de relación que pueda tender a hacerse compleja o incluso política. Así pues, partiendo de nuestra desconfianza hacia el sector servicios, que censuramos completamente, vamos a abordar algunas novedades en dicho sector para la Barcelona de 2012.

 

Los cruceros

Dice Mr. Bauman que vivimos en una sociedad líquida. En esas conjeturas se inscribe la tendencia del turismo a volverse más al estilo yankee de –voyaestarundíaencadaciudadeuropea–. Como paradigma de ello tenemos el crucero, la manera más “rentable” de poder hacer el máximo número de fotos al máximo número de monumentos de las ciudades mediterráneas. Puesto que el chip protestante del trabajo ya está incrustado en las quijoteras de medio mundo, lo próximo que tocaba es ver las vacaciones como una prolongación del trabajo, a ver quién ve más piedras, más monumentos, etc. 14 cruceros, y 41.600 pasajeros se llenaron las mochilas de suvenires en el primer fin de semana de junio de 2012 en Barcelona. Récord absoluto de todos los tiempos. Eso sí, intentad meteros con el turismo en algún programa de televisión y veréis cómo se os tiran todos a la yugular con el argumento clásico del pan para hoy y hambre para mañana: “Eso sí que lleva riqueza a la ciudad”. ¿Qué querrán decir con riqueza?

La fiesta

En los 90 y a principios del siglo XXI, Barcelona era una ciudad española más, donde había garitos, cachondeo y carnaval polifónico con lugareños pícaros y no tan pícaros, tanto en bares como en fiestas underground en Poble Nou, y garitos que cerraban cuando la gente se iba. Teníamos hasta el Circuito Regenerador funcionando a todo ritmo. Sin embargo, en los últimos años, la fiesta se ha convertido en una marca hasta irse vaciando más y más de verdadero contenido festivo, para degenerar en garitos de house llenos de guiris donde la posibilidad de alternar anécdotas y acabar en la azotea de algunas simpáticas de Badalona se ha convertido en prácticamente imposible. Las grandes empresas del negocio de la noche, al alimón con el Ajuntament, se han encargado de la creación de dicho embudo, que ha acabado con la alegría y ha enriquecido a unos pocos.

La muerte de la calle

Si hay un viaje gratificante y económico por excelencia es el de pasear por las calles de una ciudad y entablar relación con los autóctonos, sea llevando túnica al estilo socrático o albornoz al estilo Lebowski. Ese es precisamente el enemigo, el negocio del turismo, puesto que anima al visitante y, encima, no se deja los cuartos. Con la excusa, o mejor dicho, coartada, del ruido se ha impuesto una auténtica dictadura de los ancianos que quieren dormir. En primer lugar, y lo sé de buena tinta porque pasé toda mi juventud durmiendo en la zona de marcha de Caspe con la juventud baturra y cantando canciones no precisamente folklóricas, la mejor manera de dormir con ruido de fondo es precisamente acostumbrarse a ello. En segundo lugar, es de bestias insensibles masacrar los únicos momentos emocionantes de la vida de muchísimos jóvenes, los momentos de salir del propio círculo de amigos endogámicos y relacionarse transversalmente con la sociedad. La calle es de todos, no solo de los que están callados.