Relato: Elena Mª López • Ilustración: Alexandra Morón 

Ad occasum tendimus omnes. Todos tendemos al ocaso.

Era correr.

Correr sin parar. Correr. Correr. ¡Angustia! ¿En qué momento habría pensado que aquella había sido realmente una buena decisión? Qué estúpido juego. Que inocua banalidad. Había creído que tendría el control, que poseía el libro de reglas, que no existía posibilidad alguna de ser la perdedora de algo tan simple, tan aparentemente inofensivo. 

¿Inofensivo? Pero, ¿lo era? ¿Realmente se puede conocer todo aquello que nos rodea y que nos persigue incansablemente? 

Sin embargo, Laura quería vivir. De aquello sí estaba segura. Y tenía la certeza máxima de que si no continuaba recorriendo las callejas oscuras e inmundas de aquel barrio ajado, desgastado y apestoso, al final la criatura terminaría alcanzándole. Y alcanzarla implicaba que su vida llegaría a un final que le aterraba.

¿Cómo había llegado hasta ahí? Realmente se suponía que no eran más que pasos pequeños que no le llevarían hacia ningún acantilado. Miguel se lo había prometido. ¿Por qué había decidido creerle? Ah, sí… Pero, ¿cómo iba a suponer, al principio, en la posibilidad de que las cosas terminasen tomando ese camino? En ella corriendo desesperadamente mientras sentía los dedos afilados y helados de su perseguidor acariciándole la tierna piel de la nuca, tan apetecible, tan blanda y jugosa. Le oía reír. Oía gritos. Desesperación. Sentía calor arremolinándose a su alrededor. Veía su sombra crecer en las paredes cuya pintura desconchada había trazado mapas viejos sobre rostros que no eran tan ancianos mientras algo que no sabía identificar le lamía los zapatos. Pero el descuido hacía que todo se precipitase hacia el vacío de una forma tan brutal, tan vertiginosa, que no eras capaz de asumir que te dirigías hacia allí hasta que tu cara no se había estrellado contra el suelo. El rostro de Laura estaba a dos palmos de las rocas puntiagudas que amenazaban con arrancarle la vida; las escuchaba reírse a sus espaldas en un tono arrugado, ronco, atemporal. Una voz que había estado en todas partes a la vez, y en ninguna. Un susurro que le había acompañado en el oído como una brisa lejana alentándola a recorrer senderos que ahora se le enredaban en los tobillos. Palabras fugaces que por fin habían terminado atrapándola, y ahora era ella quien se precipitaba de forma irremediable hacia el vacío.

Había decidido obviar la oscuridad que teñía a Miguel cuando le había hablado de aquello, a pesar de que incluso el ambiente se había hecho más denso, más pesado. Lo había achacado a su imaginación, a sus ansias de fantasía, de poderes ocultos y conspiraciones imposibles. ¡Sonaba tanto a una novela de terror barata! Chica conoce a chico misterioso en un bar. Chica se deja seducir por historias absurdas de fantasmas y termina muerta, asesinada por el chico que le había inducido a pecar. 

Sólo que en su historia, era al contrario.

Aún podía verlo. Su cuerpo yacente sobre la sangre derramada sobre el suelo firme de su apartamento, la criatura riendo, rugiente, como ahora mientras la perseguía, pero erguida, de pie, monstruosa como era, girando el rostro hacia ella con los afilados dientes brillantes de nácar y nieve. Se había deslizado hacia el suelo, empapando su ropa en la vida de Miguel, que la observaba con ojos muertos desde donde se encontraba, abiertos ya eternamente en una mueca de dolor y sorpresa que la acompañaría el resto de su existencia.

—Si me dejas entrar…

—¡No, por favor!

Su voz se mezcló con el aliento cálido de sus labios helados. Las lágrimas fluían fuera de sus ojos. Creyó que iban a congelarse en el camino. Le golpeaban las mejillas de forma inclemente, recordándole todos los errores que había cometido desde aquel día. Miguel la había introducido en un mundo siniestro de dominación, y aunque odiaba reconocer que al principio se había sentido seducida por la idea de pertenecer a ese tipo de sociedad, luego había intentado escaparse arrastrándose de allí con uñas y dientes. Porque había entrado por él. Había entrado para él. Y había disfrutado siendo suya. Pero no habían respetado eso, ni él, ni nadie. Aún sentía sobre la piel los dientes, las uñas, las carcajadas repugnantes de todos los hombres que habían entrado en ella, y los ojos de Miguel, ardiendo en un furor que le había horrorizado encontrar ahí. Así que había sido para eso. Para eso. 

Juguete roto, puedo darte el universo. 

—¡Yo no quiero el universo! ¡Los quiero a todos muertos! ¡Quiero venganza!

—Pues venganza tendrás. Te bañarás conmigo en la sangre de tus enemigos. Dame la llave. ¡Sé la puerta!

—¡¡No!!

Sintió el filo de sus dientes sobre la espalda. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué había roto el sello? Los libros de la logia hablaban de situaciones así. De los viajeros. Al principio había pensado que eran sólo páginas vacías. Estupideces escritas para ingenuos. Ella no había ingresado ahí para esas cosas. Le había seducido la voz de Miguel, el poder que le había prometido si formaba parte de un grupo tan selecto como aquel. Ella, que nunca había tenido nada, que nunca había buscado a nadie, que sólo había querido dejar de ser un rostro vacuo más en una marea de personas inconexas a un mundo decadente que maltrataba a sus habitantes y les dejaba morir en la miseria. 

Y entonces se dio de bruces contra un muro. 

Recordaba el muro. 

Había escrito palabras en el muro, en el suelo, en las puertas, mientras lloraba. Había llamado al viajero. Le había permitido pasar a su casa, le había sentido penetrarla mientras le prometía que le daría lo que buscaba y entre gemidos le había jurado con su sangre que le concedería el paso. Que sería suya

Ese había sido su último gran error. 

Se giró, el corazón desbocado en el pecho, el sabor de la bilis en la garganta, y se encogió donde se encontraba, como si eso pudiese protegerla de lo que estaba por venir. Sin embargo, era demasiado horror… Mares de fuego y destrucción le lamían las botas al viajero, que la contemplaba complacido con su obra; los gritos de horror que había percibido antes se intensificaban.

—No… No quiero… 

—Demasiado tarde…