Retomo: la cuestión es que estoy entrenada para complacer. No os excitéis, que os ponéis muy cerdas. Estoy entrenada para recibirte con un hola y una sonrisa mientras me giro con disimulo para susurrarle a mi compañer@ de turno, “eh, havueltolahijaputadelapelirroja”. (Pelirrojas, no offense; es un ejemplo). Pero, aunque seas esa hija de puta a la que no soporto, solo hará falta un chasquido de tus dedos para tenerme lamiéndote el culo. Y, al terminar la transacción económica, si me sueltas un “muchas gracias, guapa”, en el fondo de mi corazón me sentiré culpable por haberte llamado hija de puta solo porque una vez viniste con cara de perro y me pusiste la tienda patas arriba para terminar largándote sin aflojar un duro.

 

Y no solo culpable, sino que empezaré a sentir interés por ti, y por saber lo que te pasó ese malogrado día en el que nuestras vidas se cruzaron por vez primera. Y te diré más: para rellenar lo que desconozco de ti, que es todo, empezaré a fantasear historias sobre tu vida, y esas fabulaciones llenaran charlas con mis amigas alrededor de cafés o gin-tonics; con suerte, puede que rellenen páginas en blanco. Así que, finalmente, cuando vuelvas a entrar en la tienda, me sentiré incluso reconfortada, porque ya te habré hecho mía sin que tú lo sepas, pelirrojahijadeputa.

 

¿No es bonito eso? Pues sí, pero en una oficina no pasa. Le he echado ganas y conocéis bien mi inclinación a sublimar lo prosaico, pero no ha habido manera de crear esa magia que transforma cretinos en personajes amados. Porque en una oficina no estás obligado a sonreírle a nadie. Bueno, quizás al jefe, pero eso por vulgar servilismo.