Life was much easier when apple and blackberry were just fruits es uno de los muchos eslóganes que superpueblan la lacónica filosofía en red de la red. Dicho proverbio telemático esconde en su enunciación aparentemente comestible las vicisitudes existenciales de una subsistencia a través de ciertos teléfonos que, de tan inteligentes, se vuelven tontos. Y, de paso, nos vuelven tontos a nosotros.

 

Cada avance tecnológico desemboca en un nuevo gadget imprescindible que no podemos esquivar. Hay que estar a la última para no ser los últimos en la fila social de las telecomunicaciones. Estos cacharros tecnológicos irrumpen con la acometividad de lo moderno y la estética de lo cool en los viejos usos de una comunicación bidireccional. Y de paso, nos demuestran que cuántas más posibilidades de comunicación, más difícil el entendimiento interpersonal; que cuánto más grande es el acceso a la información, menor la comprensión de los hechos informados.

 

Los complementos de la telemática regeneran e implementan con fuerza partes de aquel sentimiento de culpa contra el que creíamos ganar alguna que otra refriega en el ring donde los sentimientos se apalean entre ellos. La culpa de todo la tiene el teléfono. Antes, tropezarse por casualidad con alguien por la calle a quien no se veía desde hace tiempo era, cuanto menos, positivo (exceptuando por supuesto cualquier persona bajo el honorable título de ex-algo; pero a ésos uno no los llama, se siguen encontrando imprevista y tradicionalmente por la calle). Ahora, lo primero que surge de la conmoción tras esa accidental confluencia espacio temporal es un exuberante abanico de excusas imposibles donde siempre triunfa el inverosímil pero socialmente aceptado “andaba muy liado”, también conocido como “no tengo tiempo para nada”. Los teléfonos y sus agendas nos han privado del derecho a delegar la posibilidad del encuentro a eso llamado contingencia, también conocido como destino por los cursis y noveleros.

 

Adentrándonos en el inenarrable campo de lo semiótico, la pertenencia del sujeto por parte de un iPhone, un Android o un Blackberry comporta su escalada en el barranco de lo social. Porque no es lo mismo tener un Nokia que un iPhone que un Blackberry. Porque no es lo mismo tener un iPhone 3GS que un iPhone 4. Porque no es lo mismo tener un iPhone que un iPhone 4S. Porque no es lo mismo tener un iPhone 4S negro que un iPhone 4S blanco. Por no hablar de los Gigabytes. Incluso en el color y en la ingravidez del almacenamiento digital se gesta el darwinismo de lo cool. Y de lo cutre. Los teléfonos ya no sirven para hablar con otros, sino para hablar de nosotros. A pesar del síndrome de Estocolmo que se produce entre el gagdet raptor y su víctima, a veces el poseedor de un flamante iPhone piensa de repente “ay, Nokia, cuánto te extraño”. Nostalgia que se desbloquea velozmente al deslizar elegantemente el dedo sobre la luminosa pantalla táctil.