Uno de los episodios más terroríficos de mi vida se remonta a mi infancia; como casi todos los momentos más terroríficos míos y de cualquier bicho viviente, y el que esté limpio de trauma infantil que tire la primera piedra.

 

Aprendí a sumar y a cacarear las tablas de multiplicar con relativa facilidad. Dividir tampoco me trajo mayores problemas, e incluso me recuerdo a mí misma sacando raíces cuadradas como churros, aunque ahora mismo no sabría ni por dónde empezar con ellas. Pero a esas alturas, ya hacía tiempo que mi historia de amor con la aritmética estaba herida de muerte por culpa de las restas, las dichosas restas.

 

Al minuendo hay que restarle el sustraendo, pero si el minuendo es menor que el sustraendo hay que sumarle diez (¡¡por todo el morro!!) colocando en la línea de acarreo sobre las decenas un 1 (o sea que, de repente, un 1 o varios 1 aparecen inexplicablemente de la nada), y ese 1 se suma a la cifra del sustraendo de las decenas (what?!), procediendo de igual forma en la columna de las centenas, and so it goes.

 

La cosa quedaba así:

Como el que no quiere la cosa, una operación con tres líneas de cifras, una de las cuales no estaba ahí al empezar, se convertía en la protagonista de la pizarra y lo aleatorio del cómputo me daba mareo.

 

Se pasaba del “3 – 1 = 2” a esto de más arriba en lo que va una hora de clase, quizá dos, y de su comprensión dependía el resto de nuestras vidas.

 

En resumidas cuentas, lo que me jodió de la resta es que su aparición en mi vida académica trajo consigo, for the very first time in my life, la noción del fracaso.

 

Por aquel entonces, como a cualquier hijo de vecino, después de darme el bocadillo envuelto en papel de aluminio, me metían en el coche con la calefacción a tope embutida en un plumas y, cuando me quería dar cuenta, ya me habían escupido en el cole. Una vez allí, no quedaba más remedio que sentarse donde te decían y esperar que tu compañero de pupitre no fuera de los que se meaban.

 

Yo acababa de descubrir el tebeo de Roquita, la troglodita y estaba muy ocupada dibujando (copiando) a Roquita y a su araña/mascota como para que doña sustracción supusiera una alteración en mi recién estrenada carrera como falsificadora de cómics. Es decir, que lo de la resta me dio bastante igual. Hasta que me la pusieron como deberes y empezó el martirio.

 

Me recuerdo sentada frente a la hojita llena de restas y la sensación de no saber ni por dónde empezar. Y a Roquita, la troglodita, mirándome con su cara de sabionda desde la estantería. Ni corta ni perezosa, opté por ir mutilando las restas y aplicando con frescura lo que creía haber entendido, componiendo un mix entre la resta y la prueba de la resta bastante interesante y en el que, por lo menos, se apreciaba el intento por encontrarle una lógica al asunto. Y así tal cual se las di a mi madre, convencidísima de que se quedaría asombrada con mi ingenio y capacidad resolutiva.

 

Muy al contrario de mis expectativas, lo que me gané fue una sesión interminable frente a la puta hojita, con mis procreadores vigilando por encima de mis espaldas, en presencia casi mística, mis torpes avances con el listado de operaciones. La insistencia casi obsesiva, la intensa vigilancia, esa sombra de temblor en sus voces cada vez que tenían que corregirme… El sutil perfume a fracaso se había instalado ya encima de mi escritorio e impregnaba de ansiedad los contenidos gestos de mis pobres padres.

 

A medida que avanzaba el proceso, me fue invadiendo una inseguridad paralizadora que llenaba el lápiz de vacilaciones, para disgusto de la estoica goma de borrar y horror del sacrificado folio. El pánico iba in crescendo y, al terminar la infame tarea, las dudas y el exceso de autoconciencia habían asesinado el espíritu de la resuelta pequeñaja que había abordado los deberes con arrojo y decisión al inicio de esa fatídica tarde.

 

Luego me dicen que porqué soy tan dramática… Pues por las restas será.

 

Las consecuencias de esta aversión al fracaso inoculada de mis progenitores, han resultado ser nefastas. Por más que lo intento, nunca más he logrado recuperar la alegre audacia con la que enfrenté los grandes retos de mi niñez. El miedo a decepcionar, el miedo a equivocarse, el miedo al ridículo. El miedo a fracasar. Menuda mierda gorda.

 

Por eso, oh queridos lectores chisperos, os exhorto a fracasar. A perseguir el fracaso de una forma abierta e intrépida. A luchar por el fracaso más florido y escandaloso. A ser unos fracasadores profesionales. A jugar, coquetear y experimentar con el fracaso. A que os arrastréis por el lodo de la incomprensión, del ostracismo, del ridículo. A llevar la pesada carga de querer girar el mundo del revés. A que desafiéis lo establecido sin cagaros en los pantalones.

 

Solo así descubriremos cómo hacer las cosas de una forma diferente… Y qué gran corte de mangas les haremos entonces a esos mediocres, aburridos, apocados y cobardicas “triunfadores”, que lamieron los mismos culos y se arrimaron a la sombra de lo seguro para usurpar cuatro migajas del rancio pastel de “más de lo mismo”.