Relato: Aryadna Pons • Ilustración: Clara Pons

Tú tan tuya… pues toda tuya

Hace ya tres semanas que no me peino.

No me refiero a ir a la peluquería, hacerme la permanente y toda esa mierda que hacen algunas personas y mi abuela, porque cuando mi abuela dice me voy a peinar, se va al garaje de La Conchi, el que ella y su marido reformaron en los ochenta para que la señora pudiera ganarse unas perras como peluquera. Desde entonces, mi yaya (y todas las del barrio) pasan por ahí una vez al mes y vuelven con la cabeza hecha un casco de rizos de hierro.

Hace poco, tomando un café con ella, bromeé:

– Yaya, en esa maraña de pelo se podría esconder el Santo Grial y no lo encontraría ni Conchi.

– Ay nena -me soltó- ¡Y lo bien que me van a mí los rizos pa’ esconder lo que robo en el súper!

Y es que mi yaya es así, no tiene filtro.

Se ve que la educaron bastante bien, pero al crecer se dio cuenta que los buenos modales y el saber estar solo le habían servido para tener: una casa limpia, seis hijos llorones (aún en su edad adulta) y un libro de recetas a dejarnos como herencia.

Al morir su marido, cuando yo aún era muy pequeña, dijo “¡A tomar por culo!” Y se prometió ser fiel a sí misma el resto de sus días, con todo lo bueno y lo malo que eso conllevara.

Fue entonces, a mis cinco años de edad, cuando en una comida familiar la matriarca pactó con mis padres el asumir mi crianza. Supongo que con mi madre había llegado demasiado tarde, pues como me dijo un día, se casó con el primer tonto que se le puso delante y con él empezó a tener hijos. Como yo no solo era la pequeña de mis hermanos sino que también la más fea, a mamá no le supuso ningún cargo de consciencia el dejarme con semejante individua.

Así pues, me crió una mujer con carácter, orgullo, mala leche y mucho, mucho morro.

Crecí viéndola colarse en la cola de la carnicería y haciéndose la ofendida o la senil si alguien se percataba de ello. Cuando yo le reprochaba la vergüenza que me hacía pasar, me decía que en la vida siempre hay que mirar p’alante y a los de atrás, darles desplante. Después se ponía a andar a paso ligero, moviendo las caderas como si hiciera marcha y con la cabeza mirando al cielo, a lo que yo la imitaba, absorbiendo esa sabiduría propia de la gente mayor.

Claro que no todo con ella era pasar malos tragos, crecer con alguien a quien casi todo le importe un bledo tiene sus ventajas. Yo iba a la escuela lo justo para que nadie llamara a un asistente social, porque lo realmente importante lo aprendía en el barrio, ya fuera jugando a la petanca con los jubilados o robando libros de Agatha Christie para leerlos con ella. La educación debe ser pública, de calidad y gratis, me decía, y me hacía robar todo lo relativo a mi formación. Yo robaba libros y luego nos colábamos en el bus para ir a clase, porque era transporte público y público significa de todos. Eso sí, mis profesores estaban encantados conmigo, pues era la primera de clase y la yaya les caía genial, debido a que no se metía en cómo hacían su trabajo.

Y es que aunque mi abuela sea un elemento, también es una maestra del engaño y el disimulo. Sus vecinos no sospecharían nunca que era ella quien tenía pinchada la luz, que su enorme biblioteca no le había costado un duro y que las barras de pan corren aún a día de hoy a cuenta de la casa:  les hace la del mago que mientras te da la moneda, se la cambia de mano y se la vuelve a guardar. El dependiente cree que le ha dado el euro, pero lo sigue teniendo ella. El truco nunca le ha fallado, es más, cuando quiere cambiar un billete simplemente baja a por pan y vuelve con el doble.

La gente que la conoce se piensa que está un poco ida por la edad y a ella eso le va genial, puede ir en camisón hasta el parque si le apetece, o decirle a algún amigo que su nieto es muy feo, quedarse tan ancha y nadie le reprocha nada. Piensan que estoy vieja y chocha, pero tú y yo sabemos que están tos engañaos, me dice siempre que volvemos a casa de dar un paseo.

Yo todo esto lo he mamao, así que cuando llegó el momento de decidir qué quería ser de mayor, porque mi abuela la única cosa que me ha impuesto nunca es tener una profesión, lo tenía claro: quería ser actriz.

Me formé en una escuela privada esta vez, era la que quedaba más cerca de casa y así podía ir andando y no usar el ticket de jubilado en el tren, tampoco es que me guste robar dinero al Estado… Mi padre El Tonto abonó la matrícula sin problemas, lo que viene siendo un chollo tras veinticinco años sin tener que mantenerme, y yo feliz, me metí en el mundo de la interpretación de lleno.

Porque yo soy una actriz de método, que si tengo que ser una monja, me pongo un hábito y empiezo a rezar como si no hubiera mañana, o si tengo que hacer de enferma cojo un catarro en menos que canta un gallo.

La abuela actualmente es mi manager, me va buscando trabajos por aquí y allá, me acompaña a los cástines que puede por si acaso tuviera que hablar con alguien, para que me cojan ni que sea por pesá, como dice ella.

Cuando leyó en el periódico que buscaban el papel protagonista en esta compañía, a mí me pilló ensayando para un musical (que yo cantar no sé, pero una puede aprender de todo con tal de ganarse el pan) y me hizo ir inmediatamente a casa a preparar el papel. Yo ya le dije que Eduardo Manostijeras es un hombre pero le dio igual, una mujer puede ser lo que le dé la gana, que estamos en otros tiempos, nena.

Nos colamos en el garaje de La Conchi, ya que ella estaba en Benidorm y le cogimos todo el material que ahora llevo atado a las manos. Como el peine me lo até en el dedo anular de la izquierda, no lo puedo usar, aunque no me preocupa, creo que le da un buen efecto al personaje.

Por eso he dejado de peinarme. Por eso y bueno, porque este oficio es como una montaña rusa, y un día te ves en el Teatro Capitol recogiendo flores del escenario y al otro vendiéndolas en la Rambla para pagar el alquiler. Al menos, con esta maraña de pelo puedo hacer la compra de la semana sin pasar por caja.

¿Tengo el papel?