Relato: Carlos Vilanova • Ilustración: Sara Furió

Mi radio despertador

Es curioso cómo la gente define a la muerte. Muchas personas aseguran tenerle miedo, otras, en cambio, la desean. La muerte nos iguala, siempre se ha dicho eso. El motivo por el que el dinero no puede dar la felicidad es porque ni todo el dinero del mundo te salvará de lo único que entristece a todos de una forma u otra, por mucho que la temas o la desees: la muerte.

Son las seis de la mañana. Mi radio despertador me acribilla el tímpano con el noticiero matinal. No le hago demasiado caso. Nosequé empresa ha bajado en bolsa, nosequé famoso ha entrado en una clínica de desintoxicación, nosequé familia ha sido desahuciada, parece que cada día copian y pegan las noticias del día anterior, joder. Mientras me desvisto pienso en todo lo que tengo que hacer hoy, pienso en que hoy me toca con María, debo estar a las cinco en el colegio o me volverán a echar la bronca. La verdad es que estuvo feo olvidarme de mi propia hija. A pesar de haber dejado un tiempo para que el agua se calentara, el primer contacto me genera un escalofrío que me retuerce como un pez ahogándose. Me ducho, me visto, salgo de casa. Desayunaré en el estudio.

Son las once de la mañana. Marcos, mi compañero, me pide que le ayude con un encargo, estamos tiempo discutiendo hasta que logramos que el diseño quede perfecto. Al final dejar medio abierto el círculo del centro del cartel le daba dinamismo; nos sentimos algo inútiles, años de carrera para olvidar la puta Gestalt a la primera de cambio. Me llega una llamada.

Son las cinco de la tarde. Las gotas saladas recorren mi mejilla hasta chocar con el mentón y caer hasta el suelo. Pienso en tantas cosas a la vez que no pienso en ninguna, no sabría decir si llevo diez segundos o diez horas esperando. Llega Maite. Nos miramos, no hace falta repetir lo que ya le dije por teléfono. Me vuelvo a sentar, esta vez con Maite al lado. Otras diez horas o diez segundos, qué se yo. Al final aparece por el fondo del pasillo, me fijo en que aún está quitándose los guantes ensangrentados, que guarda en el bolsillo de su bata. Levanta la mirada y me ve, nos ve. No sonríe. Niega con la cabeza y coge aire, no necesito saber nada más.

No sé qué hora es en Bolivia, no me he molestado en ajustar el reloj. Sinceramente espero que funcione porque llegar hasta aquí me ha costado lo último que tenía. La curandera me entrega el cuenco, todos coinciden: sólo una persona es capaz de hacerte hablar con la muerte sin tener que estar muerto. Me fijo en su piel, arrugada pero fuerte, como si cada arruga fuera una cicatriz de un error aprendido, de color café claro, propio de los indígenas. Su pelo trenzado es canoso, pero aún se distingue el negro que una vez tuvo. Me hace gestos para que beba y le hago caso. A pesar de echar humo, el líquido está frío, la poca iluminación que emana de la hoguera no me deja distinguir el color, pero es oscuro.

Todos dicen que cuando vas a morir ves toda tu vida pasar. Yo sólo veo a la doctora viniendo hacia mí, tal vez es el último recuerdo que tengo de mi auténtica vida. La anciana empieza a volverse de color rojizo, no sólo ella, sino toda la choza. Noto un fuerte sabor a hierro en la boca, hay un olor nauseabundo que no logro identificar. El calor de la hoguera crece, cada vez la luz del fuego aumenta más y más hasta que sólo queda eso, un enorme resplandor que ciega todo lo demás; como una la luz de la ciudad que no deja ver las estrellas. Todo lo que veo es una luz anaranjada que titila, el sabor a hierro desaparece sin que me dé cuenta.

Estoy en un infinito naranja sin nada, sólo yo y el color. Al fondo empieza a aparecer una figura pequeña, los ojos se me inundan, creo que es ella. Tiene su altura, sí, pero no es ella. Me seco las lágrimas para que no parezca que he llorado. Si parezco débil se me tratará peor. Es la anciana, ahora la veo con nitidez. Cuando llega hasta mí se inclina para saludarme. Está igual que en la choza, con ese poncho verde y gris. No sé qué hace aquí, a no ser que…no puede ser.

-E… ¿Eres tú? Tartamudeo.

La anciana inclina con la cabeza. Es ella. Me mira expectante. Repito palabra por palabra el discurso que traía memorizado. No pido un favor, ni una ofrenda. Pido un pacto. Ella no deja de mirarme hasta que acabo de hablar. Sonríe y agacha la cabeza como si ya supiera lo que iba a decir.

-Entonces… ¿Entonces aceptas?

Saca de un bolsillo de su poncho una bota de piel con líquido en su interior y del otro un cuenco vacío, en el que vierte el contenido de la bota. Me mira.

-Me caes bien, he de admitirlo. -Dice- Acepto el trato, pero piénsalo bien; si bebes, será demasiado tarde para arrepentirte.

-No lo haré.

Agarro el cuento y me lo apoyo en la comisura de los labios, noto el líquido. Cierro los ojos y abro la boca a la vez que inclino el cuenco hacia mí. Veo a mis padres, a mi hermano. Estamos en las ferias de la ciudad. Ambos somos niños. Veo a Maite, en la universidad, el día que se celebró su graduación con honores. Veo a mi abuelo en su huerta, enseñándome como plantar tomateras. Veo el nacimiento de María, veo su primer día de guardería y de colegio. Había olvidado cómo olía. La veo jugando, riendo, la veo llorando por haber suspendido el examen. No sé cuánto llevo así, no sé si han pasado diez segundos o diez horas.

Son las seis de la mañana. Mi radio despertador me acribilla el tímpano con el noticiero matinal. No le hago demasiado caso. Nosequé empresa ha bajado en bolsa, nosequé famoso ha entrado en una clínica de desintoxicación, nosequé familia ha sido desahuciada, parece que cada día copian y pegan las noticias del día anterior, joder. Mientras me desvisto pienso en todo lo que tengo que hacer hoy, pienso en que hoy María tiene excursión y sale antes del colegio, debo estar allí a las 4 y media. Joder, es miércoles, hoy le tocaría con su padre. Las flores que le puse deben estar mustias ya, mañana sin falta las cambio.