Desde que tengo uso de razón, septiembre me ha provocado siempre una manía y un desasosiego incontrolables, dignos de diván de psicoanalista e ineludiblemente ligados al recuerdo de los aburridos avatares de la vida que se asocian a este mes, en este lado del planeta. ¿Por ejemplo?

 

Pues la vuelta al cole, a la rutina del despertador mañanero, la puta bata (la tuve que llevar hasta los 13, ¡menudas eran las monjas!), que si el mural de la tardor, que si los árboles de hoja caduca y los árboles de hoja perenne, que si las botas de agua y el chubasquero… Y el sinfín de pequeños y grandes detalles prosaicos que enterraban el verano y con él la aventura, la diversión y esos largos días perezosos en los que las posibilidades eran infinitas. ¿Que nos apetecía secuestrar lagartijas, comernos un Frigodedo e ir a mearnos a la piscina del vecino? Pos venga, pos vale. Y si no nos daba tiempo a ir a lo del vecino, al día siguiente seguía siendo verano y las reservas de pis son infinitas. ¡Viva el verano!

 

Conforme íbamos conquistando la adolescencia, la SuperPop, 90210, la canción del verano, la absurdidad de la parrilla televisiva o el simple descontrol hormonal nos iban llenando la cabeza de expectativas pseudorománticas que rebajaban ese sinfín de posibilidades a la mitad. La presión por vivir un cierto número y un cierto tipo de aventuras elevaba nuestra ansiedad, regulaba nuestra serotonina muy al tun tun y nos convertía en desdichados seres melodramáticos, incapacitados para el disfrute de Frigodedos y lagartijas secuestradas en cajas de zapatos, haciendo más insoportable aún la inevitable aparición del mes de septiembre.

 

Luego, ya adultos, o biológicamente adultos, absorbidos o desintegrados por el sistema, el mundo laboral se ha ensamblado a esta perpetua rueda de veranos y septiembres, y cada vez las vacaciones son más anheladas, las expectativas veraniegas más altas y los tortazos otoñales más puñeteros.

 

Aunque mira tú por dónde, ha habido tres factores que, en azarosa combinación mística, han intervenido en mi existencia para lograr la reconciliación suprema con el rancio mes de septiembre. Habrase visto la gracia que tengo para decir cualquier chorrada. En fin, prosigamos. El primero, este fenómeno tan pasado de moda del calentamiento global, con perdón de Al Gore y tal. Pero es que lo del protocolo de Kioto se ha quedado muy dosmilero, ¿verdad? No sé, será que eso de irse a hacer cumbres a Bali y a Cancún como que no cunde tanto, y entre el aceite solar y las piñas coladas les salen unos acuerdos reguleros y como a medias, sin garbo. Pero vamos, si tengo que remitirme a las pruebas empíricas, a mí en septiembre del 90 ya me embutían en el jersey de cuello cisne. 22 septiembres después, que se dice pronto, es ver a alguien caminando por la calle a las dos de la tarde con zapato cerrado y me entra angustia y claustrofobia. Las ecologistas se tirarán de los pelos todo lo que quieran, pero, ¡algarabías!, un septiembre sin la amenaza del jersey de cuello cisne es prácticamente un segundo agosto. Agosto, sí, habéis leído bien. ¡Una segunda oportunidad para vivir el verano de tu vida! ¡Una excusa más para aparcar proyectos y desentenderse de las rutinas que conlleva la bajada de temperaturas! ¿Vais sintiendo cómo se evapora la desdicha? Pues aún hay más, que me quedan dos factores cósmicos por revelaros: por un lado, la falta de estabilidad laboral, y por el otro, el destierro de la televisión por el amo y señor contemporáneo de nuestro ocio hogareño: Internet.

 

Lo de no tener un trabajo estable, ni digno, ni a veces siquiera respetable, hace que las estaciones se desdibujen y el verano cobre un nuevo sentido: si te pasa como a mí y saltas de precario en precario, seguramente durante junio, julio y agosto estás en la cúspide del ajetreo laboral y probablemente hayas llegado a tener dos y hasta tres empleos de mierda simultáneos. Tus expectativas veraniegas son inexistentes y eso te hace inmune a la depresión postvacacional; muy al contrario, esperas la llegada de septiembre con fervor para empezar tus merecidas vacaciones obligadas por desempleo. Ey, pero con las cuentas saneadas, tú. Para cuando se te termine el paro, ¡ya estamos en la campaña de Navidad! ¡Algarabías de nuevo para septiembre!

 

Por último, el segundo factor requerido para este lavado de cara del noveno mes del año es, como os he comentado antes, el destierro de la tele del hogar. A mí, la verdad, encender la tele en abril y que ya te estén metiendo la operación bikini entre las primeras de tus preocupaciones pues como que no, se me atraganta el pollo a la plancha y las ganas de verano se convierten en pesadillas. ¿Cómo? ¿Qué ya llega el verano y yo con estas carnes trémulas?

Y después de los cereales bikineros te sueltan el de la fiesta mojitera chupiguay y te da por pensar que las fiestas de tu pueblo son lo más parecido a la fiesta mojitera chupiguay que vas a vivir en todo el verano… y las comparaciones son odiosas. Y encima con lo morsa que estás a lo mejor ni te reconocen, se asustan y te quieren meter en una jaula. De la programación ya mejor ni hablar, solo ponen refritos y reposiciones de series que no hacen más que retrotraerte a otros veranos igual de insatisfactorios, veranos en los que sentada en el mismo sofá estuviste viendo exactamente el mismo puto capítulo de cualquier mierda de serie. Quita, quita, ¡mucho mejor Internet! Ese mundo que pone a nuestro alcance la infinita novedad de contenidos, donde todo caduca tan rápido que pierdes la concepción del tiempo y su parsimonioso discurrir en forma de estaciones.

 

Así pues, nenas, si ya estabais a punto de visitar la farmacia en busca de antidepresivos suaves para paliar la astenia otoñal, reflexionad un momento y dadle una oportunidad al mes de septiembre. Yo le he perdonado y soy mucho más feliz.