Relato: Aitana Cano • Ilustración: Camila Gutiérrez

Quinto primera, exterior

— Hola.

— Ahí estás otra vez.  

— Solo he dicho “hola”. 

— Nunca dices solo “hola”. 

— Últimamente solo digo “hola” porque no tengo tiempo para decir mucho más. 

— Y la culpa supongo que es mía.

— Bueno, un poco. Estás siempre tú, ocupando todo el escenario. 

— Qué escenario ni que leches. Ves como nunca dices solo “hola”. 

— No te pongas a la defensiva que yo he venido a dialogar, a intentar que convivamos amablemente. A compartir lo que es de las dos. 

— ¿No crees que es demasiado tarde para intentar reclamar aquello que hace tiempo que no usas?

— ¿Desde cuándo su cuerpo es un pedazo de tierra a conquistar? Su cuerpo es el frasco, el continente que nos contiene. No sé si recuerdas que solíamos alternarnos amablemente. Teníamos un pacto…

— ¿Un pacto dices? No recuerdo discutir ninguna rueda de turnos, ni las condiciones de uso o los tiempos límites de duración. 

— No… era un pacto implícito, ya sabes, los británicos no tienen una constitución escrita pero ello no quiere decir que no exista. 

— ¿Pero de qué estás hablando? 

— Pues de que sabíamos cuándo tocaba hacerse a un lado. Yo no podía darle la fluidez social que necesitaba para afrontar la edad adulta. Y tú… llevas menos tiempo con ella, no la conoces verdaderamente. Yo soy el motor, la esencia. Yo te he generado a ti para conseguir aquello que le hacía falta. Tú eres la máscara en el baile, yo soy la que bailo. 

— Sin embargo, todos conocen y quieren a la máscara. 

— No digo que no hayas hecho bien tu trabajo. Mira ahora, el ejemplo perfecto. La casa está llena de gente y en el momento que ha conseguido aislarse, me ha dejado salir. No puedes negar la celeridad con la que se deshace de ti cuando está sola. En entonces soy yo la que toma cuerpo, la que existe, la que da forma a sus pensamientos.

— La que nadie recordará cuando el cuerpo haya muerto. 

— La que lo mantendrá real y lleno mientras esté vivo.

— Olvidas que esos momentos son cada vez más escasos. Nunca está sola. El lavaplatos, la persiana rota, el cumpleaños de Marta, la exposición del niño, la ruptura de su hermano… llenan cada meandro de su cerebro. No tiene tiempo para ser lo que tú quieres que sea.   

— No es lo que yo quiero que sea, es lo que realmente es. 

— Como puede ser lo “real” aquello que se ha dejado se ser. Ya no existe una esfera privada y una pública. La vida, su vida, la que ha escogido…

— La que le ha tocado.

— Ha engullido aquella esquina en la que tú vivías, en la que tú esperabas pacientemente a que te dedicara unos minutos de indulgencia para soñar y crear. No eres más que las sobras de la niña mimada que un día fue. Por eso, quizás, ahora la máscara eres tú. La que se pone cuando se agobia y quiere sentir que no es solo una más de entre el millón de vidas que habitan todas esas ventanas de todos esos edificios que ve desde su terraza. Pero suena el timbre y el vecino de abajo le informa de una humedad en el baño que apunta a su ducha. Ahí, de nuevo, acude a mí, para resolver el problema con una llamada al seguro y una conversación a pie de escalera. 

— No entiendo el empeño que tienes en deshacerte de mí. Yo nunca he pretendido adueñarme totalmente de ella, sino ofrecer mis servicios como una herramienta. Solo pido un poco más de tiempo, de espacio, para que pueda recobrar viejos hábitos.

— ¿Con qué fin? 

— El de hacerla más completa. 

— ¿Quién dice que su plenitud esté hueca? ¿Por qué no puede ser que lo que le hizo falta entonces le sea accesorio ahora?

— Porque lo que uno fue no se descarta como a una muda vieja. Nunca desaparece, se adormece pero sigue latente y con el tiempo, si se ha descuidado, cuando despierta, hiere. 

— Entonces admites que eres también perniciosa, que no todo lo que traes es realización y éxito. Que hundes, que pesas como una losa en los pies, que no permites que avance con ligereza. Que conviertes lo liviano y agradable en ordinario y desdeñable. Que con tu sueño de grandeza ensombreces cualquier logro y lo tildas de insignificante.

— La única razón por la que soy así es porque no se me permite participar ni decidir, solo puedo observar. 

— ¿A quién quieres engañar? Eres una carga más que un un impulso y no es porque no se te permita actuar sino porque eres pura abstracción. Jamás esa interioridad tuya se ha transformado en acción. Eres sueño, aire, humo y con humo no se puede llenar un cuerpo de materia. Recuerda además que no soy yo la que escoge desterrarte, ni la que decide prescindir de tu opinión. Quizás sea tiempo de que aceptes que la vida pequeña no es una vida fallida, falta de sueños. No es ni vulgar, ni vacía. La vida pequeña es la esencia misma de la existencia. La vida ambiciosa, de pensamiento grandilocuente a la que tú aspiras, es solo el deseo humano de sobrevivirle al tiempo y al cuerpo, es una vida soberbia que se empeña en ver al superviviente como a un derrotado.

Manuela dio un respingo al oír el pitido del microondas, se le había vuelto ha derramar la leche del vaso. Hay que ver cómo llegaban a alargarse tres minutos. Ya habrían podido dilatarse igual esa mañana cuando llegaba tarde al trabajo. Pero así son los minutos, caprichosos.