Relato: Esperanza Escribano • Ilustración: Daniella Ferretti

La ola

En la sala de espera cuelga una menina de Picasso con los pechos ídem. De muy mal gusto teniendo en cuenta que estoy esperando para que me hagan una biopsia en una teta. La tipa de la recepción me ha preguntado si mi calle pertenece a Barcelona. Qué gilipollas, me han dado ganas de decirle que por debajo de la Diagonal aún hay gente que se puede pagar una mutua, aunque tenga que quitarse de otras cosas. Porque para una hipocondríaca justificada como yo, esperar a la seguridad social supondría tener que pedir cita con el cardiólogo primero.

Mi madre murió de cáncer hace dos años y entre las muchas fases que he pasado desde entonces, me he quedado hace tiempo en la de ¿y si yo también…? Así que aquí estoy, en una pesadilla hecha realidad con sendos nódulos sólidos en una mama que eran «prácticamente un tipo de tejido», me dijo la doctora Prats la primera vez, con ese corte de pelo media melena y mechas rubias de señora que conduce un todoterreno por la ciudad para ir a buscar a los niños al cole. Eso fue antes de avistar un tercer nódulo que anida entre el pezón y la axila y tiene los límites poco definidos. Por «sospechoso», se decantó entonces la doctora Prats, enfundada en mocasines veraniegos y vaqueros de tiro tan alto como la zona de la ciudad en la que vive. Y yo acojonada porque con los ovarios no hay ningún verbo sinónimo de aterrorizar. ¿Será demasiado tarde para salvarme?

Esta vez puedo ser yo. Me lo dice mi cuerpo que ha decidido ponerse nervioso por su cuenta y lleva dos días despertándome antes de que suene el despertador. Fibrosis, quiste, adenosis. Puede ser benigno, puede ser solo un lobulillo que crece y tiene más glándulas de lo normal. O tejido distorsionado. Es lo que relata aséptica la American Cancer Society. Yo lo que noto, aparte del dolor del pecho, es un vértigo atroz al que me asomo desde la garganta. Y me veo en un tubo de esos donde te hacen un escáner, me veo enchufada a la quimio y me veo peinándome frente al espejo mientras los mechones de pelo caen con mi autoestima hasta el suelo. Lo veo porque lo he visto.

Me levanto de la silla y me pongo a caminar por la sala de espera como hacía mi padre cada vez que visitábamos con mi madre otras antesalas del horror como esta. Él era un manojo de nervios y cada médico que daba malas noticias era un gilipollas integral de familia rica con pocas ganas de dar la batalla. Sin embargo, mi madre era otra cosa. Como no le quedaba otra que pasar por el aro, decidió tomárselo con filosofía. Parecía hasta fácil. Se daba homenajes todo el tiempo porque sí, desayunos con zumo y mañanas de playa porque «entre putada y putada, hay que disfrutar todo lo que se pueda». Ojalá yo fuera así.

En mi paseo hacia la recepción doy con una pareja mayor que acaba de salir de la consulta hecha jirones. Ella llora. Él, en plan macho, hace malabarismos maxilofaciales para que no se le desborden los ojos. Detrás de ellos va, con los papeles, la doctora Prats, a la que la señora hace amago de abrazar. Pero antes de que nadie le acerque sus bacterias, ella le extiende la mano. Mi teoría se confirma: de este centro no sale nadie sin cáncer. Es así, es duro, pero la verdad es así de incontestable. Demasiado tarde para salvarme.

– ¿No vienes acompañada?

– No, no. No podían.

Le sonrío pero tengo ganas de cogerla de los hombros y decirle que no viene nadie porque madre ya no tengo y porque a mi padre aún no le he dicho nada para evitarle el infarto. Y que ya que estamos, me diga de una puta vez cuánto me queda de vida, joder. Cómo de picassiano se me va a quedar el cuerpo cuando salga de aquí. Porque por eso tienen el cuadro en la sala de espera, ¿no? A modo de primer paso para aceptarse. La mutilación es bella. Claro que sí.

Metódica, la doctora Prats me explica con esa ‘s’ sonora que primero notaré el pinchazo de la anestesia y luego cómo manipula la mama para extraer con una aguja gorda cuatro muestras de tejido. De tejido de cáncer, pienso. Lo miraré, pero no me dolerá. Me pregunta si tengo alguna duda. ¿Me queda otra que no sea pasar por el aro? Me lo contesta mi cuerpo, que ha decidido tomar las de Villadiego y va directo a la camilla, negando con el cuello.

La enfermera que nos acompaña me pide que cierre los ojos, que así no veré el agujero. Ni ganas tengo, pero sobre todo le hago caso porque es de las que no paran hasta que consiguen lo que piden. No quiero quedarme a solas con el vértigo pero la realidad es peor.

En un esfuerzo titánico salto hasta caer en aquella playa de mi infancia. Voy directa a zambullirme en este mar del norte con la tabla bajo el brazo. Hace tiempo que ya no me dan miedo las olas de dos metros, sobre todo, si voy con mi madre. Ahí a lo lejos viene una enorme. Yo la miro y ella la señala: “vamos a por esa”. De ser un llano monte se transforma en luna creciente, encrespada en lo más alto. Nos hacemos fuertes justo debajo y entonces, nos eleva. Qué miedo, qué miedo pero qué guay. Porque un segundo después, la ola nos baja suave pero muy rápido. ¡Somos las reinas de la pista! Surcamos la playa hasta la orilla, muertas de la risa. Por fin hemos surfeado una ola de mayores juntas. Mi madre sonríe, yo también. La doctora Prats me zarandea el brazo para despertarme, pero me quedo un segundo más para que choquemos las tablas. Justo un segundo antes de volver a la realidad, nos guiñamos el ojo.

Los resultados definitivos estarán dentro de una semana. La doctora Prats me da la mano al despedirse y me sale ponerle la otra encima. De reojo, en la recepción, mientras firmo los papeles veo que la menina me observa. Desde aquí parece que le cuelgan los pechos porque pasa del sujetador. Quizá va pregonando libertad por todas las consultas de afecciones mamarias. O quizá viene celebrando la ola de su vida.

En la calle ya hace frío, pero pega ese sol mañanero que te protege del invierno. Tengo hambre de media mañana. La primera cafetería que vea es mía.

– Un café con leche y un croissant a la plancha.

– ¿Algo más?

– Sí, ¡un zumo de naranja!