Relato: Olga Coderch • Ilustración: Gyuk Vila

Autoservicio

—Volvemos a encontrarnos —saludó con su habitual sonrisa—. Ya es la tercera vez este mes.

—Cierto —confirmó, evitando mirarla directamente a los ojos—. ¿Te importa si me siento a tu lado, Olgha?

El chirrío del tren al tomar la curva sobre las vías desgastadas hizo que Babel y Olgha se taparan los oídos con una mueca de molestia. Los dos sabían que no era un trayecto muy amable, pues no había demasiadas rectas en el camino, pero estaban acostumbrados.

—Estuve pensando en lo que hablamos el otro día —empezó a exponer Olgha con mucho tacto mientras le dejaba espacio para sentarse—, y no me quedó del todo claro qué quisiste decir con que «nunca es demasiado tarde para arrepentirse».

Babel no contestó inmediatamente, se tomó unos minutos para recordar la conversación en la que había formulado esa afirmación. En realidad no le apetecía volver a sacar a relucir aquello, pero sentía que Olgha estaba ansiosa por destaparlo y pensó que como igualmente iba a estar un buen rato allí metido, sería una buena opción para no aburrirse.

—Bueno, es algo que me repito para no caer en la trampa del miedo y paralizarme.

—¿A qué te refieres?

—Es más sencillo de lo que parece —continuó Babel—. ¿Nunca has sentido que nada de lo que haces tiene sentido?

—No suelo pararme a pensar demasiado en estas cosas pero entiendo lo que quieres decir —contestó Olgha con un gesto de condescendencia.

—Yo intento disfrutar de lo que hago sin preguntarme constantemente si me siento realizado pero, a la vez, creo que estoy evitando preguntármelo porque sé que la respuesta es negativa. No estoy seguro de nada pero no puedo permitirme el lujo de parar. Siento que me fallo si no tiro hacia adelante. No sé si me entiendes.

Olgha asintió y con la mirada le invitó a continuar.

—Creo firmemente en que hacer algo es mejor que no hacer nada, que siempre estamos a tiempo de cambiar. De ahí que dijera esa frase, supongo. Pero aún así —prosiguió Babel—, noto que estoy sumido en un caos en lo más profundo de mi ser.

El sonido del tren atravesando un túnel pausó las palabras de Babel unos instantes. Ese lapso de tiempo fue suficiente como para que Babel se fijara en el reflejo de él mismo en el cristal. Se asustó un poco al darse cuenta de la cara de angustia que llevaba. No dormía bien desde hacía días pero no esperaba encontrarse con semejante rostro. Apartó la vista e intentó concentrarse otra vez en Olgha y en lo que le estaba contando.

—Crees que estoy exagerando, ¿verdad? —preguntó a Olgha sin darle espacio para oír su respuesta —. Seguro que piensas que no tengo derecho a sentirme así porque aparentemente tengo todo lo que se necesita para sobrellevar con éxito la vida.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo piensas.

—No, eso es lo que tú piensas de ti mismo, por eso estás agotado —sentenció Olgha—. Estás en una lucha a muerte contigo mismo de la que no puedes escapar porque en cualquier caso el que pierdes siempre eres tú.

Las mejillas de Olgha habían enrojecido por la contundencia de sus palabras y las de Babel se mimetizaron con las suyas aunque por una razón muy distinta. El vaivén del tren no ayudaba a disminuir el dolor de cabeza que Babel traía consigo, es más, lo incrementaba.

—Entonces, según tú, ¿qué debo hacer? Porque ahora mismo tengo la impresión de que nado por un océano sin fin y lo único que hago es intentar no parar para no ahogarme, pero no sé qué dirección debo seguir y cada vez estoy más cansado. Empiezo a notar que me fallan los brazos, las piernas… y no sé cuánto más voy a aguantar.

—Creo que es hora de frenar —concluyó Olgha—. No tienes porque dejarte la piel en algo de lo que no estás convencido. Flota en el océano hasta que vuelvas a encontrar ese algo por lo que tengas ilusión y entonces ponte en marcha.

—Pero, ¿y si no lo encuentro?

—Veo que el miedo ya ha podido contigo —dijo Olgha—. No te queda otra que volver a la casilla inicial. Pero esta vez abandona al juez que llevas dentro y que no deja de susurrarte los veredictos de tus decisiones. No te hace ningún bien.

—Debería escucharte más a menudo y hacer caso a lo que dices pero al final, como diría Murakami, «las palabras adecuadas siempre llegan demasiado tarde».

Babel oyó por el altavoz su parada. No podía creer que ya hubiera llegado a su destino. Lo que habían sido horas le habían pasado como escasos minutos. Se quedó mirando a Olgha un instante y pensó que tenía algo que le atraía y le creaba desconfianza a la vez. En realidad no sabía nada de ella, pero de algún modo le resultaba familiar.

—Yo me bajo aquí —le dijo a Olgha despidiéndose.

—Volveremos a vernos, ¿verdad?— le miró frunciendo el ceño suplicando con la mirada.

—Espero no tener ese gusto, porque, aunque me encanta disfrutar de tu compañía no soporto ir en tren, me deja la cabeza destrozada.

Babel y Olgha se dieron un apretón de manos, sellando en silencio el siguiente encuentro.

En el parque se vislumbra la silueta de un hombre que ha estado sentado en un banco durante más de media noche. Es Babel, que se frota la cabeza después de lo que parece haber sido una dura batalla con sus fantasmas.