Relato: Miguel Angel Devia • Ilustración: Andrés Navarro

Out On The Weekend

Hay preguntas que hacemos esperando que no se respondan. Que su respuesta siga el camino recto de la rutina. Hola, ¿Cómo estás? Bien ¿Y tú?. Fin. Nadie espera honestidad. Un arranque de verdad nos impulsa al tedio: no me interesa la verdad, la muerte de tu madre ni mucho menos tus problemas de ansiedad. Improvisar es una violación al código milenario de la amabilidad hipócrita. Son las puertas que no se abren. La formula es parte del tratado conductual que nos permite tolerarnos en este lodazal. Pienso en eso frente al fregadero. Sobre la esponja puse más detergente del necesario y enjabono uno a uno los tres platos, los tres tenedores, las tres cucharas y los tres cuchillos del día anterior. Abro la llave del agua y veo cómo la corriente helada arrastra dos tallarines hacia el sifón. Allí se enroscan, lombrices apareándose, y forman un tapón.
Decir puerta me resulta incómodo. Nadie quiere caer en el lugar común. Otra forma de violencia. Pero el lugar común lo es porque el proceso prueba-error de miles de millones de esqueletos comprobó su efectividad. Entonces que viva el cliché. Hablemos de puertas. Sí, las puertas que no se abren porque lo que hay al otro lado es un vacío. La hipocresía amable solo es una forma de resistir: todos sabemos que un vacío te invita a saltar. Ayer, cuando le dije a B que la noche en que no quise dormir con ella era porque tenía miedo de abrir una de esas puertas, no fui sincero. Es que la sinceridad implica sacrificio. ¿Puedo decir desnudez, volviendo al lugar común? Dílo, estas solo. Bueno, no tan solo. En esta casa hay otros habitantes. Por ejemplo la arañita detrás del ropero: nuestro acuerdo es simple: yo no limpio y ella no jode. No me asusta y mucho menos me pica. No lo hablamos pero la cosa es así y así será. Los contratos no siempre son explícitos. Las puertas, le dije a B sin querer abrir la verdadera: la balada de la mediocridad. Digo abrirla pero debería decir cruzarla. No, este lugar común está mal hecho: una puerta no se cruza, a menos que seas fantasma. Se cruza el umbral. Uno construye puertitas de cartón para no enfrentarse al gran portón: el gran pacto de convivencia se hace puertas adentro, nunca mejor dicho. El que quiere mantenerse vivo construye castillos de falsedad.

B me interrumpió:
-Bueno. ¿Vas a dejar de ser abstracto?
-Es otra forma de golpear la puerta sin entrar
-Es una forma de hacerme dormir
Se dio media vuelta y a otra cosa, mariposa. Aunque en su caso seguía siendo oruga camino a crisálida.
Habíamos acordado no hablar de lo que el otro no entendiera. Yo quería explicarle que todo aquello que ella pensaba de mí no era un secreto: todos sabemos lo que hay detrás de la puerta-portón. Todos sabemos, también, que enfrentarlo sería sufrir: lo no dicho son las formas del alivio.

Mientras el agua sube llenando el fregadero siento la cosquillita en el cuerpo. Alguno dirá ¡oh, metáfora de estar vivo! y no: un simple teléfono en modo vibrador. Lo dejo sonar una, dos, cinco veces: es el acuerdo del actor. No te esperaba ni tengo prisa en hablar contigo. Una puerta falsa: en el incendio forestal de mi deseo eres gasolina. Y nada arde mejor que un portón.

-Tengo que verte. Tenemos que hablar -dice.
Tenemos, pienso: socializar la urgencia como un argumento. Colectivizar el sentimiento como puente a la empatía.
Ni mierda, pienso y contesto:
-Bueno, te espero.
Los pactos con uno mismo están para quebrarse porque su materialidad residen en que no han sido puestos a prueba. No me masturbaré después de los veinte decía desde la ingenuidad de los quince. Han pasado más de veinte años de amor propio.

Cruzar la puerta es violar un acuerdo pero todo quiebre implica un nuevo contrato. Me explico: reconocer que acepto su belleza relativa sólo como parte de mi mediocridad. El mediocre que esconde su alcoholismo porque no tiene los huevos de asumirlo ni el valor de abandonarlo. Los extremos implican un esfuerzo y lo del medio es la inercia. El silencio como dique que contiene las verdades que nadie quiere ver. Quiero darme cuenta. Pero uno no quiere darse cuenta. O se da o no. No es un proceso intencional. La voluntad de revelación envicia la experiencia. ¿Se puede forzar la epifanía? Sí, pero le cambias el nombre: llámala ilusión.
De la idea al golpe hay un brinco. Antes de que yo construya una nueva puerta de falsedades aparece en la sala de mi casa con una sonrisa Pato Donald.

-Tenemos que hablar -repite
-Tú tienes que hablar -defiendo
Resopla y what the fuck.
Se explaya: inseguridades, pasión desbordada, otra etapa de la vida. Se abre la puerta que encerraba lo que hubo.
Sus palabras vienen manchadas de la prepotencia del que cree lastimar. Sigue: No es culpa tuya, demasiado tarde y otros lugares comunes que alimentan el volcán del ya nada importa: de una patada imaginaria rompo el portón:
-Yo sé de dónde viene el desprecio y te lo voy a decir. Mi falta de ambición maquillada detrás de un budismo sin profundidad intelectual. Te molesta que no sea capaz de levantar la mano cuando un hombre te mira el culo y muchos menos levantarla para trabajar. No logras imaginar el pedazo de vida que te queda con un hombre que vive de ilusiones y proyectos y saliva. Y peor aún: sabes que cuando te miro solo veo fealdad.

Encoge los hombros y dice ordena esta pocilga. Camino al olvido pisa la araña que miraba nuestro derrumbe con el alivio de la tragedia ajena.