Relato: Miguel Estepa • Ilustración: Diego Antxon Echeveste

Pasajeros en la noche

Hacía mucho frío. Miré a mi alrededor antes de subir al tren nocturno. Algunas caras eufóricas; la mayoría cansadas. Las observaba alerta mientras los últimos rayos del Sol se desvanecían. Mi vida o lo que quedaba de ella me acompañaba en una maleta. El revisor me ayudó a subirla. A cambio me lanzó una mirada indiscreta. Hace años hubiera fingido una sonrisa escueta.

Caminé por el pasillo. Había comprado un billete en una estancia compartida. Aunque el viaje a París eran muchas horas, no podía permitirme el lujo de optar por una litera. No por el dinero, obviamente.

Aquella noche de invierno helaba en Barcelona. Tras guardar el equipaje, me dejé caer con escaso glamour en el asiento. El camarote tenía cuatro asientos, dos a cada lado de la ventana con una mesita a modo de separación. 

Saqué la pitillera del bolso. Me llevé un delgado cigarrillo a los labios y al acercarme el encendedor que me di cuenta que estaba temblando, quizás más asustada de lo que me atrevía a admitir. Tal vez lo peor había pasado. Cerré los ojos mientras daba esa primera calada. Una nube de calor recorrió mis pulmones. Entorné los ojos y observé a la gente que cruzaba el pasillo. No dudaba que irían a por mí.

Aquella noche había visto más de la cuenta. Estaba arreglándome en el baño cuando fueron a por el cliente. Fue todo muy rápido. Cerré el pestillo, pero ya era demasiado tarde. Me habían visto. Logré escapar por la ventana antes de que consiguieran entrar. 

Tantos errores en mi vida…y sin embargo, acudir a los grises no había sido uno de ellos. Esos malnacidos me habrían vendido por unas pocas pesetas. No. Solo me quedaba huir.

Un tipo alto con gabardina y sombrero me sacó de mis pensamientos y me hizo darme cuenta que en el cenicero yacían ya tres de mis cigarrillos. Pasó de largo.

La negrura de la noche me devolvía el reflejo cansado de mi rostro. Las primeras arrugas empezaban a surcar mi rostro. Mis años dorados en el negocio llegaban a su fin. Estaba cansada de aquella vida. Por suerte no había caído demasiado en los excesos como algunas compañeras y unos ahorros adecuados me acompañaban. París sería un nuevo comienzo.

Tras varias horas desde que el tren partiera de Sants llegamos a Figueres. Aquel trayecto estaba escasamente transitado. La puerta del compartimento se abrió de nuevo y contemplé al tipo de la gabardina que había visto antes. Tomó asiento. Lo analicé de arriba a abajo. No era un tipo desagradable pero había vivido mejores años. Su ropa desgastada hacía juego con su cara. Me miró algo divertido y llevó la mano al interior de su chaqueta. Mi mano izquierda aferró sutil e instintivamente el bolso que descansaba a mi lado.

¿Quiere un trago? Hiela ahí afuera. Me ofreció con descaro su petaca.

No, gracias. 

No me gustaba. Conocía a muchos como él. Desgarbado, se creía duro, indiferente e interesante. Parecía que iba a responderme cuando la puerta se abrió de nuevo: el revisor.

Billetes por favor.

Busqué el título dentro del bolso y noté un roce frío. Metálico. Tranquilizador. Encontré el billete y se lo entregué al hombre. Garabateó algo, me lo devolvió desganado y se marchó.

París es una ciudad muy bella comentó él tipo de enfrente.

Lo miré cansada y me volví hacia el paisaje. Llevaba horas despierta, sin beber una sola copa, huyendo del sopor. No quería adentrarme en aquella conversación.

Y sin embargo continuó él, no te la recomiendo Carmen.

Mi rostro se petrificó contemplando la oscuridad. Los malos augurios se habían confirmado. 

Estuviste en el lugar y momentos equivocados. Van a por ti. No acudiste a la policía y ahora míranos: aquí los dos uno frente al otro.

¿Quién diablos es usted? Estaba harta de jueguecitos. Subió conmigo en Barcelona. Me ha estado siguiendo.

Digamos que no sabía a ciencia cierta si a quién buscaba era usted. No quería levantar demasiadas sospechas. Todos tenemos que vivir de algo, ¿no?

Había sucio desdén en sus palabras

Escuche, no sé quién es, pero usted sí sabe quién soy yo. Probablemente también sepa por qué me buscan. Tal vez deduzca que estoy asustada y disfruta con la situación. Lo que quizás no intuye es que le estoy apuntando con mi arma. Sea claro.

Un movimiento inesperado que había cogido al incauto por sorpresa. Durante unos escasos segundos se resquebrajó su fachada de autosuficiencia.

Cariño, cálmate, vengo a ayudarte El martilleo del revólver forzó una pausa. La poli te busca. Creen que fuiste tu quien se cargó a Farrè.

Mientes. Estaba perdiendo las formas pero no me importaba. Fueron los hombres de Cambó farfullé con rabia.

Eso no me interesa. Mis pagadores quieren saberlo todo de Farrè y sus negocios. Según he oído hablaba mucho en la cama.

Mi mente era un torbellino. ¿Decía la verdad? Si la poli iba tras de mí era el fin. Además, si este tipo sabía de mis planes, ¿no lo sabría el propio Cambó? 

Han avisado a los gendarmes. Si aceptas mi oferta y nos cuentas todo lo que sabes, te ayudaré.

Apreté la mandíbula furiosa. Quería gritar, huir, disparar a aquel tipo, perderme. Y me sentía incapaz de todo aquello.

¿Cómo sé que no eres un poli o que trabajas para Cambó? No puedo confiar en ti.

Estaba cada vez más furiosa, hastiada de mi situación.

Carmen, escúchame…

Su voz fue interrumpida por el sonido de una bocina, seguido del ruido de los frenos. El tren se detuvo. Me levanté. Hizo un ademán de seguirme.

¡Aléjate de mi! Juro por Dios que te dispararé. 

Sin dejar de apuntarle, me abalancé a la puerta del compartimento.

¡Solo intento ayudarte! 

Mentía, no podía creerle. Corrí hacia la primera puerta del vagón. Accionaba nerviosamente el mecanismo cuando los vi: un grupo de gendarmes al final del vagón. Habían entrado por otra puerta y se dirigían hacia mí dándome el alto.

Abrí la compuerta. Miré al hombre a los ojos. Sostenía ahora una pistola. ¿Qué vi en sus ojos? ¿Acaso decía la verdad?

Contemplé la invernal noche estrellada.

Hacía mucho frío.