Relato: Roberto Fernández • Ilustración: Adrián Ríos

Santo Cabrón

María era agnóstica. Ni creía, ni dejaba de creer, hasta que un día Calcetines, su gatito, se puso muy enfermo. María no dejó de llorar en todo el día, no había consuelo para ella. La veterinaria le había dicho que probablemente solo le quedaran unas horas de vida a al minino. 

La muchacha salió de la consulta compungida y, casualmente, pasó por la iglesia de San Irasgildo. ¿Por qué no? La muchacha entró en la capilla del santo y encendió dos velitas para que intercediera por el gato. Total, no perdía nada. 

No era muy de rezar, así que se quedó mirando la imagen de fibromadera y pensó en lo que le quería pedir, como si pudieran comunicase por telepatía: 

–San Irasgildo, si Calcetines mejora, vendré el domingo que viene y te pondré dos velitas más. 

Horas más tarde, la veterinaria le comunicó que Calcetines había mejorado, y no descartaba que en unos días le pudieran dar el alta.

La joven estaba henchida de felicidad. Se lo contó a su amiga Paula. Paula no es que fuera agnóstica; era requetescéptica. 

–Lo normal, vas y le pones dos velitas al san Sisebuto… 

–Irasgildo. 

–¡Iraspollas! ¡Y el gato se cura! ¡Lo más lógico del mundo!

Tal vez Paula llevara razón y fue pura coincidencia. Pero, ¿y si había una lógica desconocida detrás de todo? Para salir de dudas, esa misma tarde iría a ver a san Iraspoll…Irasgildo, y le haría otra plegaria. Por probar. 

María encendió dos velas y le pidió al santo un trío salvaje con dos mulatos, un empotrador con espaldas hercúleas y una diosa de ébano con labios de caramelo. Si se lo concedía, se comprometía a visitarlo cuatro domingos seguidos. No es lo típico que le pides a un santo, pero no le pareció mala idea.

¡Y date! Aquella misma noche pilló con dos jóvenes de calendario. María estaba a cuatro velas de convertirse en la presidenta oficial del club de fans de san Irasgildo. 

–¿Que San Irasgildo ha cumplido? ¿Tú te has visto en el espejo? Lo milagroso sería que pasaras desapercibida en la discoteca, con esa… y esos… ¡Anda! Que el Sisebuto ese se está convirtiendo en tu placebo. 

–I-r-a-s-g-i-l-d-o. 

–¡I-ras-po-llas! Me voy, que tengo una entrevista por Skype. 

–¿Una entrevista? ¿Quieres que hable con…

–No, no quiero que hables con Sisebuto.

–Mal no te va a venir. 

–A mí no, pero tú vas a seguir creyendo que el trozo de palo ese tiene poderes y por ahí sí que no paso. Si consigo ese puesto en Los Ángeles será porque me lo he currado yo, porque tengo dos licenciaturas, un master, y… 

–Y trabajas en el Zara. 

–Sí, pero eso no tiene nada que ver. En algún momento tendré que ir a mejor, y no quiero que el Sisebuto de las pelotas se lleve un mérito que no es suyo. 

–Como tú quieras. Pero yo le pongo dos velitas a Irasgildo, por si acaso.

Paula tuvo que hacer varias entrevistas más, pero finalmente, le dieron el puesto. 

–¿Ves? ¡Irasgildo again! 

–¡Que el puto santo no ha tenido nada que ver en esto! Que ha sido la menda la que se ha ganado este curro en Los Ángeles donde, por cierto, espero que vengas a visitarme. 

–¡Eso está hecho! Aunque tendré que ponerle dos velas al santo para que me consiga billetes baratos. 

–Ya puestos, pídele que resuelva el conflicto hispano-catalán, o el fin del hambre en el mundo. 

–Oye, pues tal vez lo pruebe. 

Esa tarde, María volvió a quedar con sus amigos de fornicio y la fiesta se les fue de las manos. Se levantó con una resaca importante. Eran las dos de la tarde pasadas del domingo, así que encargó unas pizzas para los tres. La iglesia estaría cerrada a esas horas y seguro que a Irasgildo no le importaría que le encendiera sus velas el lunes a primera hora.  

Ese lunes, María fue a recoger a Calcetines. La joven empezó a abrazarlo y a dedicarle todo tipo de piropos con esa vocecilla que ponemos al hablar con bebés o mascotas. El gato le correspondió con su habitual indiferencia. Después, Calcetines entró en el trasportín y la bien avenida pareja salió del veterinario. 

María seguía dedicándole zalamerías al felino cuando, un ciclista despistado se saltó el paso de cebra y chocó contra los dos. María calló de bruces y la puerta del trasportín se abrió. 

–¡Calcetines! ¡No! 

Demasiado tarde. Calcetines, desorientado, salió de su trasportín presa del pánico. El gato consiguió esquivar tres coches, dos motos y un patinete eléctrico. Lo que no pudo esquivar fue el ataque de un enorme pitbull que iba sin bozal y sin correa como obliga la legislación porque, según su dueño: “no… si no hace nada”. 

María solo se hizo unas cuantas magulladuras. En cambio, Calcetines… Calcetines murió. Y no precisamente sin sufrimiento. El ciclista se dio a la fuga.

La chica pasó varios días llorando sin consuelo. Paula intentaba estar a su lado, como hacen las buenas amigas. Pero ahí no acabaron los problemas de la muchacha. Un análisis rutinario determinó que tenía clamidia. No tenía duda, se la habían contagiado sus últimos ligues. Un ratito de placer y toda la vida de contrición.  

De repente algo hizo clic en la cabeza de la chica. Cogió el teléfono y llamó a su amiga. 

–¿Sí? 

–¡Paula! No cojas ese avión a Los Ángeles. 

–¿Qué dices?

–¡En serio! Si coges ese avión morirás. 

–Anda, anda. ¿Esa paranoia tuya no tendrá que ver con el san Cipote ese, ¿no? 

–San Irasgildo. –Dijo María un hilo de voz mientras derramaba una lágrima–. 

–No pienses ni un segundo más en ese trozo de palo. Un beso muy fuerte y nos vemos en Hollywood. ¡Te quiero!

El avión de Paula nunca llegó a Los Ángeles. 

María, al descubrir la terrible noticia, se dirigió a la Iglesia de San Irasgildo. Eran las doce de la noche y estaba cerrada. Una mujer que pedía en la puerta, al ver el rostro de la muchacha, totalmente desencajado le dijo: “¿Qué te pasa chiquilla?, ¿faltaste a tus compromisos con el santo?”. La grotesca señora empezó a emitir una risa obscena y aterradora.

La chica desapareció un momento y volvió con un bidón lleno de gasolina. Saludó a la anciana ligeramente con la cabeza y se sentó en el extremo opuesto del pórtico. No tenía prisa.