Relato: Laura García • Ilustración: Laia Martínez

El lenguaje secreto de las flores

El patio de una escuela es uno de los lugares más peculiares que podemos encontrar en una ciudad. Cuando lo miras de lejos, sin adentrarte en los entresijos de cada conversación o cada juego, parece un lugar común en el que los niños hacen eso mismo: ser niños, pero llevo ya algún tiempo sabiendo que eso no es exactamente así.

Ocurrió hace algunos años, cuando trabajaba en una escuela rodeada de bosque. Marcos, un niño vivaz que siempre sonreía, llevaba unos minutos sentado en el suelo mirando a la nada. Me acerqué a él creyendo que se encontraba mal o que quizá había discutido con alguno de sus compañeros.

¿Puedo sentarme contigo? Le pregunté. Él sonrió y asintió con la cabeza. Me acomodé a su lado. ¿Qué haces aquí sentado?

Nada. Respondió volviendo a mirar al infinito.

Me quedé unos segundos más a su lado, esperando una respuesta más elaborada por su parte, pero no parecía tener esa intención, así que me dispuse a levantarme.

¿Sabes qué? Empezó a decir justo en ese momento Los árboles saben hablar.

Sonreí ante esa afirmación. Estaba acostumbrado a que los niños me contasen sus fantasías, siempre me habían parecido muy tiernas: desde las lagartijas que se convierten en cocodrilos, hasta que si los gatos y los perros hablasen, podrían solucionar sus problemas y ser amigos.

Marcos seguía con la mirada perdida y esa era una de las cosas que más me llamó la atención aquella vez.

¿Ah, sí? Dije, con interés¿Y qué dicen?

No lo sé, hablan tan flojito que no les podemos escuchar.

¿Cómo sabes que los árboles pueden hablar si no podemos escucharles? Pregunté, sorprendido tras su afirmación.

¿No ves lo grandes que son? Si hablasen alto asustarían a las flores, como cuando hace mucho viento y escuchamos ese «uuuuuuhh…» tan fuerte y sus hojas se van volando y las flores no dejan de moverse de un lado a otro. Lo malo es que si las flores tienen miedo, no pueden esconderse ni irse.

¿Qué haces tú cuando tienes miedo? Pregunté, extrañado por su contestación.

Me escondo, cierro los ojos muy muy fuerte y me tapo los oídos… A veces también me siento e intento oír lo que dicen los árboles y las flores…

¿Cómo sabes que pueden hablar? Pregunté de nuevo.

Lo he leído en un cuento. Sonreí ante la inocencia de su respuesta. A veces, los niños no necesitan más explicaciones.

¿Qué cosas te hacen tener miedo? Le pedí, volviendo a la conversación.

Vi como los ojos de Marcos se dirigían hacia una parte del patio en donde algunos de sus compañeros jugaban. Sabía que Marcos no era de los niños que más amigos tenía, pero nunca le había visto sufrir por ello.

Marcos, ¿te están molestando algunos de tus compañeros?

Él negó con la cabeza y siguió mirando hacia delante.  Supe que mentía para que yo no fuese justo en ese momento a hablar con aquellos niños para intentar solucionarlo y yo respeté esa decisión, tratar temas como ese siempre es difícil y requería tiempo.

Me levanté y le tendí la mano para que la cogiera, él lo hizo. Caminé con él por el patio hacia uno de los rincones con más flores. Él había encontrado consuelo en una historia que había leído y yo no iba a quitarle eso. Sabía que había que solucionar un problema mucho más grande y que quitarle esa ilusión en aquél momento solo hubiese empeorado las cosas, así que me senté con él mientras esperábamos a que los padres y madres llegasen para recoger a los niños e irse a casa.

¿Qué dice exactamente ese cuento? Pregunté, mientras ambos mirábamos las flores.

Dice que todas las plantas del mundo tienen un pacto entre ellas: los árboles dan hogar a los animales del bosque y sombra a las plantas que son más pequeñas, algunos también dan frutos, la hierba crea espacios enormes en donde los niños podemos jugar, rodar o tumbarnos a tomar el sol, y las flores… Las flores son muy pequeñas y sienten que no pueden hacer nada, pero siempre están contentas y dan color, y eso es muy importante también aunque no se den cuenta.

Me quedé callado con una sonrisa en la cara tras oír la historia, esperando a que él siguiese hablando si quería.

A veces me gustaría tener yo un pacto con ellas para poder oír lo que dicen. Añadió.

Podemos hacerlo si quieres. Él me miró sorprendido. Cierra los ojos y piensa en ese deseo, cuando lo tengas en la cabeza, sopla muy muy fuerte como si fueras el viento.

Hizo lo que le había pedido. Se quedó en silencio unos segundos justo después, con los ojos muy abiertos.

Creo que las oigo dijo, ilusionado.

¿Y qué dicen?

Demasiado tarde. Su madre se acercó a nosotros justo en ese momento y él saltó a sus brazos. Se alejaron cogidos de la mano, y mientras ella mantenía alguna conversación importante al teléfono, observé como Marcos miraba a las flores y sonreía. Casi me pareció oírlas. 

Fue en ese momento cuando aprendí que los niños tienen la capacidad de cambiar la creencia en sapiencia, los adultos hemos olvidado que, a veces, hay que darse espacio para entender que no por no comprender algo o no poder sentirlo de la misma forma, significa que no es cierto. Hay que escuchar las historias de los niños, quizá esconden secretos que necesitan contarnos y no saben cómo hacerlo. Quizá hay que pararse más a escuchar a los árboles…