Relato: Inés Masip • Ilustración: Nicolle Rockstroh

En el «Meghtro» de Barcelona

Ólafur Sigbjornson llegó a Barcelona un 16 de noviembre, con la agenda llena de reuniones y una maleta cargada de dados de colores y tableros. Su puesto como representante de juegos de mesa islandeses le trajo hasta esta ciudad por primera vez. Pero por suerte, no sería la última.

Cada vez que nos visita, se acuerda inevitablemente de todo lo que vio y aprendió en esa primera estancia de dos días. Yo creo que con solo dos días y tantas reuniones, no debió ver mucha cosa, pero él siempre me explica que los juegos de mesa le han enseñado a reducir su número de parpadeos por segundo, para ver muchas más cosas que el resto de jugadores. Y como lo dice todo con esa cara de póquer, no puedo aseguraros si es verdad o mentira.

En ese breve viaje, Ólafur pudo observar algunas de las cosas más curiosas de Barcelona. Sin embargo, dice que nada de lo que vio en la superficie le marcó tanto como lo que pudo ver por debajo de la ciudad. Por eso, nunca se cansa de contarnos cómo vivió su primer viaje en metro. Con la línea roja, desde “Gluguias” hasta “Yurkináuna”.

Le gustó todo: el papel del billete, las puertecitas automáticas… Hasta le pareció divertido ver que los viajeros se enfadaban por esperar dos minutos. Y también pensó que un vagón en hora punta guarda grandes similitudes con las conservas de sardinas islandesas. Siempre cuenta que en ese viaje, los pasajeros aprovechaban para agachar la cabeza en dirección al suelo, mirando sus zapatos o su móvil. Aunque también dice que hubo personas que dialogaron entre ellas sin tan siquiera conocerse, por motivos que a él le parecieron curiosos.

Resulta que cuando el metro paró en “Agk da tiompf”, muchas de las personas que estaban apretujándose contra Ólafur salieron, pero todos los asientos siguieron ocupados. Todos, excepto uno. Y así, empezó una negociación entre dos mujeres, a quien Ólafur suele llamar sujeto A y sujeto B.

El sujeto A era una señora, que estaba muy comprometida con la misión de enviar a todos sus contactos un video monísimo de su chihuahua. El mismo chihuahua que estaba a su lado, mirándola con devoción. El sujeto B era una chica joven, que parecía estar más concentrada en mirarse la mano, mientras rascaba la cabezota de su mil leches. Ólafur detectó enseguida que ambas estaban interesadas en el asiento, porque fueron las dos únicas personas del vagón que enfocaron su mirada hacia ese trozo de plástico azul, justo en el mismo instante.

Probablemente, todo pasara en dos segundos, pero a Ólafur le gusta recordarlo como un proceso meditado y consciente. Primero, los dos sujetos declararon su intención de sentarse, mirando detenidamente a todas las personas que tenían a su alrededor. Este mecanismo funcionó como un aviso para el resto de viajeros y permitió que A y B cruzaran sus miradas y establecieran un primer contacto. Ólafur detectó cierta tensión en esa primera mirada y tuvo claro que la negociación no iba a ser nada fácil, porque incluso el perrito de A empezó a mirar con cierta condescendencia al perrote de B.

Sin hablar, A y B empezaron a exponer los argumentos que les daban derecho a sentarse. A podría haber expuesto el tema de la edad como un punto a su favor, pero no era precisamente de esas señoras a las que les gusta sentirse señora, así que prefirió inclinar levemente el antebrazo en el que llevaba su Louis Vuitton, para demostrar que le pesaba. B, por su parte, decidió contraatacar, pasando la mano por el asa de la funda de la guitarra que llevaba a cuestas.

Las negociaciones pasaron a una segunda fase más intensa. A se apartó el pelo de la oreja y se acordó de que las perlas que llevaba eran de plástico. De repente, sintió que su vida no había sido tan acomodada como a ella le hubiese gustado y pensó que B todavía tenía tiempo para hacer lo que ella quisiera, ser quien ella quisiera y sentarse en mil metros más, o incluso con un poco de suerte, en su propio coche. Pero B no creía ni en el dinero ni en los privilegios y pensó que su lucha constante por los derechos de todo ser viviente o inerte cansa. Precisamente necesitaba ese asiento, porque todavía le quedaba mucha vida para reivindicarse.

Parecía que la disputa acabaría con una carrera reñida hacia el asiento. Pero Ólafur no había tenido en cuenta dos factores con pelo y patas. De repente, el chihuahua de A empezó a ladrar con todas sus fuerzas, a lo que el enorme mil leches de B contestó adoptando una pose un poco más tensa, pero sin entender muy bien a qué venía tanta discrepancia. A y B no tuvieron más remedio que hablar.

– ¡Bingo!¡Ya basta!- A se puso seria con su perrito y buscó la complicidad de B.- Perdona, es que lo adoptamos hace poco y todavía está algo nervioso.

– No pasa nada.- B cambió la distancia por una mirada tierna para Bingo.- ¿Cuánto tiempo tiene?

– Cuatro años.

– Milo ya está un poco más mayor. ¿Verdad, Milo?- Dijo B, desordenándole las orejas a su dócil amigo.

Y así, A y B llegaron a la fase final de la negociación: el acuerdo.

– Siéntese usted si quiere. Yo me bajo en la siguiente.- B cedió.

– No, gracias, que yo también me bajo ya. Y, por favor, tutéame.

Las dos bajaron en la siguiente parada con un acuerdo que ninguna ganaba, pero con el que ambas ganaban un poco. Porque quieran o no, todos los pasajeros de un vagón van hacia la misma dirección. Da igual si a unos les parece que el metro llegó demasiado tarde y a otros que vino demasiado pronto, porque lo bueno es que todos van a llegar a su destino juntos.

Ese día, Ólafur descubrió que el barcelonés medio, aparte de agachar la cabeza muy bien y esperar muy mal, también sabe que hay cosas que importan más que tener la razón. Pero además, como el asiento se quedó libre, pudo comprobar su grado de comodidad. Es por eso, que él siempre acaba esta historia, aconsejándonos que no discutamos nunca por una cosa tan fría y dura como un asiento de metro.