Relato: Amanda Montiel • Ilustración: Javier G. Pacheco

El puente

La vida está llena de historias inacabadas….para algunas es demasiado tarde y para otras no. Supongo que a veces pensamos que algo que empezamos es para siempre, sin darnos cuenta que siempre no existe porque todo es caduco, nunca sabes cuándo va a terminar, pero todo lo acaba haciendo. Hay cosas que no puedes controlar y no dependen de ti, pero hay otras a las que tú puedes poner el final.

Era un martes por la mañana, el sol entraba por mi persiana rota de los años que pasaban…aunque en realidad era el reflejo de la dejadez humana a la que podemos llegar cuando no cambiamos lo que se nos rompe por dentro, cuando dejamos a la vista nuestras heridas de guerra sin curar.

Y así me sentía un poco yo, como algo roto que no se podía pegar ni tan siquiera con el pegamento de vida más fuerte del mundo. Me faltaba eso, vida y aliento.

Abrí el armario, cogí una camiseta negra de tirantes, unos pantalones tejanos desgastados y mis botas, esas que tanto nos gustaban a los dos. Los dos, qué rara me sentía pensando en plural cuando ahora sólo estaba yo. Tenía ojeras de llorar y no dormir…me lavé la cara con agua fría y me pinté los labios rojo Ferrari. Parece mentira pero los labios rojos aumentan nuestra dignidad espiritual  porque visten nuestros miedos, esos que son tan frágiles como el cartón piedra.

Salí de casa y empecé a caminar. El viento me iba acariciando los sentimientos internos, caminaba llorosa, iba mirando el suelo de tierra con los ojos acristalados y la mirada borrosa, pero sabía bien el camino…tú y yo lo habíamos hecho juntos mil veces de la mano, abrazados o corriendo para ver quién llegaba primero a ver las vistas de la ciudad.

Me paré en seco, delante de mí estaba el puente, ese puente antiguo de piedra con un mirador precioso. Como nos gustaba pararnos allí cada noche y ver juntos las estrellas y las luces diminutas que se fundían con la oscuridad que nos cubría. Todo brillaba, incluso nosotros cuando nos besábamos, cuando me tocabas la cara y me decías que me querías, o el día que me pediste matrimonio en ese mismo lugar… No quería pensar más, me dolía demasiado la vida, me dolía el puente y me dolías tú. Así que sin pensarlo me subí y me senté con las piernas colgando hacia abajo, hacia un río de agua tranquila que podía oír como fluía debajo de mis pies. Cerré los ojos, respiré profundo, suspiré, los volví a abrir para saltar  y… de repente vi a mi lado a un chico que también estaba subiendo a la barandilla.

-¿Qué haces aquí?  No vas a poder evitar que me tire.

-No, si no quiero evitarlo, yo también quiero tirarme

-¿Por qué?

-Es una historia muy larga pero me pidieron matrimonio en este puente, luego me dejaron y ahora me duele el alma cada vez que respiro.

-Vaya, sé cómo te sientes. A mí me pasó exactamente lo mismo…

En ese momento se nos acercó un chico vestido de mujer con tacones altos, maquillaje a lo Marilyn Monroe y una peluca platino.

Tenía todo el rímel corrido, el pintalabios totalmente esparcido por esa cara de facciones duras pero sensibles a la vez… era como yo, lo supe al instante, lloraba pero fortalecía esa quebradiza personalidad con la fuerza del rojo. Llevaba Las medias de rejilla rotas y fumaba nervioso sin parar. Sin apenas mirarnos se subió encima del puente. Sorprendidos, le preguntamos qué hacía allí y él nos dijo que se hacía llamar la Marilyn del Rabal y le  habían roto el corazón.

Así que ahí nos encontrábamos los tres. Mirando al vacío, con las piernas colgando, señalando nuestro destino, callados, mirando al infinito. La luz del mediodía bañaba todos nuestros silencios. Todos sabíamos lo que habíamos ido a hacer pero nadie sabía quién iba a ser el primero.

Hicimos un pacto, antes de saltar, diríamos el nombre del mal querido y le dedicaríamos las últimas palabras. Empecé yo:

-Daniel, va por ti, nunca aprendiste a  ser tú conmigo

Siguió el chico:

-Dani, nunca me follaste bien, lo que te faltaba de centímetros te sobra de cobarde

Y Marilyn:

-Danielín, cariño, nunca tendrás dinero suficiente para pagarme todo lo que te di con este cuerpo y este corazón. ¡Qué te jodan!

Un  momento…de repente nos miramos los tres, ¿todos se llamaban Dani? Les pregunté si tenía una funeraria y dijeron que sí. Mi cabeza no podía coordinar nada lógico en ese momento, había ido a suicidarme y sin esperarlo se habían unido dos personas más como si fuéramos un club de suicidas.

Era verano y la gente en verano no se muere tanto y Daniel lo sabía, había jugado con nuestra psicología para hacernos débiles. Nos miramos, nos dimos la mano y… nos dejamos caer…pero hacia atrás.

Le llamé.  Le cité en el puente con una excusa barata. Vino y le dije:

-¿Qué tal?

-Bueno ya sabes, el negocio ahora está bajo mínimos porque a no ser que haya suicidios la gente no la palma estando de vacaciones. ¿Tú cómo estás?…Escucha, no debí dejarte así, te quería pero no era el momento.

-Ah, claro, entiendo, y también querías a un chico y a un travesti del  Rabal ¿pero tampoco era el momento no?

-¿Cómo? Y se quedó blanco.

En ese instante aparecieron los otros dos y lo acorralamos.

-Muy bonito lo de querer repuntar el negocio con nosotros, lo que no pensaste fue que quizá a veces la vida tiene ese giro macabro que hace que estés tú en esa posición de muerte.

Daniel no sabía cómo escapar de la situación porque fue llegando más gente al puente. Todos con los que había jugado a matar. Así que saltó. Se escuchó como caía en el riachuelo, no sabemos si se hizo daño o no, pero llamamos a su propia funeraria para que lo viniera a buscar.