Relato: Irene Fernández • Ilustración: Lucía Marzo
Sintonizar
Break the silence bzzzz damn the light bzzzzzzz never love bzzz I can still hear you saying bzzzzz
Apagué la radio. Era de aquellas antiguas, de las que giras una ruedecita y puedes ver la aguja moviéndose a derecha e izquierda. No sé si estaba rota o si es que allí en medio de la nada no podía sintonizar. Desde que habíamos cruzado la frontera todo parecía haber cogido un tinte sepia.
—¿Necesitas parar? Llevas mucho rato conduciendo. —Negó con la cabeza.
Tampoco había ningún sitio donde parar. No podría decir exactamente cuánto tiempo hacía que lo único que veía a través del cristal era llanura. Subí los pies al asiento, abrazándome las rodillas y la observé. La mano derecha en el volante y el brazo izquierdo apoyado en la ventanilla, el pelo suelto enmarañado y la mirada aburrida, pero sin un atisbo de sueño. Nunca me había sentido insegura cuando ella conducía.
—Todavía no he conseguido que me cuentes casi nada de tu familia. —Intenté reiniciar una conversación que teníamos pendiente—. Estaría bien saber qué me espera antes de llegar.
Se hizo de rogar un poco hasta que cedió.
—Hay algo que no le he contado a nadie. —Se tocó el pelo como hacía siempre que le preocupaba algo—. Mi abuela, debe tener ahora casi cien años, me obligó a que hiciéramos un pacto el día que me fui de casa.
—¿Cómo? —Intenté que mi voz no sonara burlona con poco éxito.
— No te rías. —A juzgar por su tono parecía que iba en serio—. Es importante para mí.
—Es que la palabra pacto suena muy formal.
—Cada una tiene una responsabilidad y si no la cumplimos hay consecuencias, no sé qué otra palabra puedo usar. —Por el rabillo del ojo se dio cuenta de mi cara de escepticismo, pero la ignoró. —Mi abuela me dijo que un día sabría que tendría que volver a casa, ella estaría esperándome solo con la condición de que no llegara tarde.
—¿Y si no lo cumples?
—Sucederá una desgracia. —Noté como el vello se me erizaba en los brazos.
—Tía, no me jodas…
—Fíjate bien. —Las dos nos acercamos al salpicadero para seguir con la mirada donde apuntaba su dedo a través del parabrisas. —El sol ya está bajando y cuando se ponga… ¡BUM!
Chillé sobresaltada entre sus risas.
—¡Otra vez! En serio, te odio.
—¿Cómo te crees estas cosas?
—Estoy muy cansada ¿vale? —Me crucé de brazos y procuré darle la espalda.
—Va, no te enfades, esto se acabará pronto. —Intentó apaciguarme después de unos minutos incómodos—. De aquí a unos días ya no tendrás que aguantarme más.
—No es que no te aguante, pero es que tus bromas me sacan de quicio…
Volvimos a quedarnos en silencio.
—Oye, te refieres al viaje, ¿no? —Me giré para mirarla al darme cuenta de que algo de lo que había dicho no sonaba bien—. Con lo de que no tendré que aguantarte más.
—Bueno, después del viaje ya estarás tranquila, eso es lo que habíamos acordado.
—Que te acompañaría y obviamente significa pasar 24 horas juntas durante varios días. —Era frustrante que no pudiera quitar la vista de la carretera mucho tiempo para mirarme a la cara.
—Pero sabes que no voy a volver a Barcelona.
—¿Qué? No, no, no…
—Lo hablamos: me acompañas a cambio de que me pire por fin. —Si llevara yo el coche habría clavado el freno en ese momento.
—Pero qué dices, tía, si tenemos los billetes…—Los busqué en la mochila. —¿Solo compraste uno de vuelta? —Mi corazón latía muy rápido.
—Te avisé, te pregunté por todos los detalles…
—Yo creía que era para las dos. Mierda, por eso me preguntaste si Javi me podría venir a buscar al aeropuerto.
—Si cuando digo que no me escuchas…
—Pero a ver, ¿por qué no quieres volver a Barcelona?
—Eres tú la que no quieres que vuelva. Te oí decirle a la vecina que llevaba demasiado tiempo de gorra y que no podías esperar a que encontrara trabajo…
—¿La vecina? Si ya sabes que es una entrometida. Se lo dije porque sabe que no estás en el contrato y me da miedo que se lo cuente al casero. Pero ahora en serio, si tanto quiero echarte ¿qué hago contigo en el culo del mundo?
—¿Por pena? ¿Por compromiso? No lo sé, pensé que en el fondo te sabía mal echarme y por eso al menos me harías este favor.
—Yo no quiero echarte, pensé que si venía contigo te convencería para seguir viviendo juntas.
—Qué dices, eso no tiene sentido… O sea, yo me entero de que me quieres echar y tú piensas que soy yo la que me quiero ir.
—¡Pero a otro piso, no de vuelta a tu país!
—¿Y por qué me querría ir a otro piso?
—Te pasas el día quejándote y además lo dijiste aquella noche…
—Me quejo de los curros de mierda y de que la caldera siempre se estropea. Nunca diría eso en serio. Tía, ya sabes que siempre estoy bromeando, pensaba que sabías que estoy a gusto en nuestro piso de mierda. Aunque no siempre pueda pagarte el alquiler. —Añadió lo último casi en un susurro.
—No es el fin del mundo. —Intenté ignorar el nudo que tenía en la garganta y sobreponerme—. Ahora que lo sabemos podemos comprarte un billete de vuelta y punto.
—Ya es demasiado tarde. No he solicitado la renovación de mi visado, mi familia ya sabe que me quedo…
—Pero si a ti no te gusta tu país.
—Ni a ti compartir piso.
—Eso era antes…
Pegó un par de golpes con el puño en el volante.
—¡Joder! ¿No nos escuchamos o no nos entendemos?
—Espera… entonces no sabes lo del piso.
—¿Qué pasa con el piso?
—Que nos echan para montar un puto Airbnb. ¡Te lo dije!
—Me dijiste que yo no podía pagar alquiler.
—No, que el alquiler será tan alto que no lo podremos pagar ninguna de las dos, ni juntas, aunque encontraras trabajo estable.
—¿Entonces por qué nos hemos gastado los ahorros en los billetes de avión y en alquilar este cacharro?
Como si hubiéramos invocado al diablo, el motor empezó a hacer un ruido extraño. Me agarré donde pude ahogando un chillido. Noté que la velocidad aminoraba a trompicones hasta que el coche se paró en seco.
—¡¿Y ahora qué?! –gritó de rabia.
Me llevé las manos a la cabeza mientas notaba que los últimos rayos de sol nos iluminaban a través del parabrisas.
—Creo que ya hemos llegado tarde.