Relato: Aroa Ortega  • Ilustración: Ana Patricia Restrepo

Una isla desaparecida, en mal anunciado al mundo

Una familia de islas en medio de los mares. En un punto de planeta en el que confluyen los cinco continentes. Allí donde las casas son cabañas y en su interior cuelgan hamacas, las playas blancas, el mar turquesa lleno de corales y las palmeras sirven jugos de colores. 

Su gente es morena. Pescadores, comerciantes y respetuosos con el entorno: su fauna, su mar y sus fabulosos manglares que han creado inframundos acuáticos llenos de vida bajo las aguas dulce que atraviesan las islas. Un paraíso terrenal. No se conoce la prisa, se conocen las personas. Se juntan, se ayudan y celebran.

Poco a poco, llegan peces que no han visto nunca en su costa. No los conocen y no nadan (basura). Una debacle de agua inconmesurable ha llegado a las islas y se ha tragado las casas, los coches, la gente. Los habitantes corren a un lado y otro mientras ven cumplirse una leyenda ante sus ojos. Adultos y niños han crecido esperando que llegue este día. Ahora entienden por qué el agua de sus playas se extendía y tapaba los nidos de las tortugas impidiéndoles hibernar, nacer y volver todos los años. Ahora se dan cuenta de que los peces irreconocibles no mutaban de los peces de su costa, si no que provienen de algún lugar extraño. Son peces que ahorcan, huelen mal, atan, pinchan y hacen mal a los demás. El mal exterior irreparable les ataca. 

Con estos peces, han llegado unas rocas blancas que nunca habían visto (iceberg) y flotan por el medio de las calles. Estas enormes rocas se deshacen con el agua y han arrasado las palmeras, los coches, las casas… Todo. En medio del mal, los habitantes lanzan cohetes al cielo en señal de auxilio y un avión que sobrevuela las islas, les ve bajo la catástrofe.

La aeronave lanza una escalera para salvar a los habitantes de la isla, sus flores, su historia y las tortugas. Rápido porque la isla se hunde. El mar absorbe todo. La arena blanca se convierte en barro y desaparece. La situación se parece a una tormenta marítima. El agua del mar ondea revolucionada contra todo lo que se deviene al frente.

Los isleños, tristes desde el avión, se despiden de sus islas. Sus tierras jamás saldrán a flote. 

– “Hemos cuidado de nuestros pueblos, ¿por qué se de derrumban, Neil?

– “Porque no vivimos solos. Hoy se inunda nuestra isla, mañana será un continente, Otto”. 

Tras horas de vuelo, el avión aterriza en un continente que, según les has contado, también pierde su costa lentamente pero aquí, no se ven tan preocupados y eso es precisamente lo que les congoja a los isleños recién llegados. 

Aquí, ven gente volcando peces malignos indistintamente: al agua, a la calle, a los jardines. Las columnas de humo que salen de los coches sin cesar, les nubla la vista, les cuesta respirar. Y por si fuera poco, también se ven con problemas a la hora de identificarse (sin pasaporte). No tienen país y esta tierra que les acoge no les reconoce como nada porque ya no existe su país. Sus islas ya no están en los mapas. No hablan el mismo idioma, no entienden el uso incondicional del tiempo dedicado a sus empleos de los que se quejan. 

Se sienten rechazados, incomprendidos. La multitud ciega del problema del otro lado del mundo, sigue desechando peces plástico sin mesura, produciendo humo sin control. Aquí el tiempo sí se monetiza y no cuenta si sus playas pierden arena porque añaden una réplica aunque no hibernen tortugas, ni sea cómoda para tomar el sol. 

De repente, viven en una metrópoli superpoblada de maníacodependientes de la perfección que ignora el estado original de las cosas. No duermen lo suficiente, trabajan a deshoras, comen excesivamente alimentos inventados y no respiran aire limpio y sus playas son una pecera de seres inanimados que campan en el mar y en la arena.   

Pasan años y las playas son irremplazables. Los hombres con traje planean un proyecto. 

El futuro se construye en un nuevo mundo a salvo de los males inducidos por los hombres modernos. 

Se trata de una gran cúpula flotante en la que no habrá lugar para el sol, cada vez más poderoso; ni para las olas saladas ni para las palmeras. Bajo estas cúpulas levantarán edificios LED con iluminación programada para la mitad del día. Dejarán de existir las estaciones. Éstas se sustituirán por unos estados monitorizados que se encargarán de graduar la temperatura al gusto de unas votaciones online que se realizarán a diario en cada distrito. 

Los supermercados serán un escaparate de labgastronomy. Casi todos los alimentos serán prefabricados. El tamaño y el peso exactos serán una opción de compra, así como los matices de color de las carnes, las frutas y verduras. Será posible preparar una ensalada de lechuga azul, tomates cuadrados, zanahorias rosas y aceitunas de color blanco a modo de cebollas pero con sabor anchoa.

En el ático de las futuras cúpulas vivirán una minoría. La mayoría de la población vivirá en pisos subterráneos, que se construirán en forma de laberintos. La luz solar será nostalgia de un pasado maltratado. La leyenda del mal será verdad para todos y habrá sido batalla por los fervorosos del presente.

¡Amantes del medio ambiente: pacten! Sólo así, se convertirán en un ejército real para desafiar el desarrollo incontrolable de la frenética actualidad. El agua inundará el planeta y ya es demasiado tarde (o no) para revertir el mal.