Relato: Tirso Otero Sánchez • Ilustración: Águeda Pascual Alconchel

Dímelo a la cámara

He pasado una de esas noches donde el cambiante octubre abre paso al frio que juega en contra de uno de mis vicios favoritos, dormir con las ventanas del balcón abiertas a escasos centímetros de mi cama. El aire que agita las cortinas es un elemento más de mi mal estar generalizado, él me trae ruidos de portales, bocinas y sirenas. Me gustaría no tener que escuchar, pero resulta ser el murmullo perfecto para dejar de parpadear.

Hace ya un tiempo era presa de las mismas sensaciones, o peores, al borde. Es curioso cómo las estaciones son capaces de hacernos volver a los lugares que hemos vivido a pesar de lo radical o diferente del momento que nos toca. Fueron largas semanas esperando aquel encuentro, dudando desde primera hora frente al espejo o de camino al estudio.

Soy fotógrafo, si es que eso puede considerarse una profesión, más en una ciudad como París donde me permito compartir piso con otros 3 artistas de dudosa trayectoria y me peleo con los compañeros del estudio por usar el laboratorio o el turno de la impresora. Bodas, fiestas y presentaciones pasan por mi objetivo, con suerte alguna revista me llama de vez en cuando, hoy llevo la cámara encima pero para hablar no hace falta. A las ocho sale el tren, todavía tenemos tiempo de sentarnos en un pequeño quiosco de los antiguos, a unos metros de la estación, y ponernos al día que a eso hemos venido. Son las siete de la tarde.

Al cruzar la esquina el aire fresco y seco me devuelve a la realidad, allí está, esperando, tranquilo, resulta todo lo familiar que te puede sonar alguien que siempre ha estado ahí pero hace tanto que no ves. Nos dimos un abrazo casi inexistente por lo desconcertante y nuevo de aquel viejo encuentro. Mesa para dos y un café, quedaban 45 minutos.

-¿Cómo estás? -pregunté.
El dijo:
-Estamos, y tú?
– Bueno… es una pregunta difícil de responder ahora mismo-dije, y no era cierto, sabía perfectamente como me encontrada, mal, pero no quería sentirme vulnerable tan pronto; sin apenas dar tiempo a continuar mi lacónica respuesta, continuó:
– Siempre has sido alguien complicado a la hora de dar respuestas claras, demasiadas palabras, demasiadas historias.

Justo en ese instante aparece la camarera con el café, lo posa sobre la mesa y sonríe casi con rostro de caricatura, como si fuera una profesional en interrumpir las conversaciones de sus clientes en el momento más inoportuno.

Enciendo un cigarrillo y paso de nuevo a la acción antes de otra pregunta demasiado directa.
-La última temporada no ha sido de lo más fácil, desde la mudanza he ido rodando de piso en piso y rebotando de trabajos, a cada cual más precario pero algunos han sido realmente divertidos-mi risa floja al final no podia resultar de lo menos creíble.
-Una relación como aquella necesitaba su tiempo y unos cuantos tranquilizantes.- su tono se demostraba experto en quitarle hierro a mis dramas personales.
-Es cierto, pero he pasado por antros y conocido a personas que nunca te darán un buen consejo pero material he cazado a raudales. – afirmé sintiéndome seguro por primera vez en el monólogo.
-¿Hablas de las fotos? Veo que llevas la cámara colgando, me gusta que algunas cosas nunca cambien, me da esperanza – hizo un breve pausa- pero tú estás cambiado.
-Sí, tengo millones de fotos que no interesan a nadie- suspiré
– Cientos de fotos y la moral por los suelos tan impropio de ti- hizo una breve pausa- creía que no te importaba lo que la gente pensara de tus negativos.
-Y no me importa, pero es decepcionante cuando no tienes nadie con quién compartirlo.

Me siento vulnerable nada más terminar la frase, el cigarrillo se precipita desde mis dedos al suelo por culpa del sudor, justo antes del paso certero de la camarera que lo aplasta, y vuelve a sonreír a conciencia.
-Recuerdo que siempre decías que en los mejores momentos nunca llevabas la cámara encima, pero que a pesar de ello tu ilusión se mantenía intacta porque esa rabia era tu gasolina.
– ¿He dicho yo eso?
– Esta pregunta sí que no me la esperaba… – guardo silencio y continuó- creo que te estás dejando arrastrar por el ruido.

Sabia perfectamente lo que intentaba decirme y esa verdad era ensordecedora, rebotaba en mi cerebro como un eco lejano que viene a darte la hostia definitiva. Es difícil pasarte los días rodeado de gente pero sabiendo que nadie tiene el suficiente valor o confianza para decirte lo que piensa. Pero cuando te conocen, y lo hacen de verdad, sin fisuras ni compasión, solo esa acción te desarma para devolver espejos de ti mismo. Apenas quedaban 20 minutos.

-¿ Y porqué Barcelona? -pregunté mientras intentaba enfriar mi cerebro de nuevo.
-¿Recuerdas el verano la ola de calor?
– Sí, imposible olvidar las horas en urgencias mientras todos pasaban de mi- dije, mientras me sorprendía por lo nítido del recuerdo.
– Pues siempre he guardado aquellos días como uno oportunidad de hacerlo todo diferente y escapar.
– ¿Escapar de quién?
– De ti, de mí. Parece que no has entendido nada pero ya es demasiado tarde.
Era casi la hora de marcharse.
– ¿Cómo?
– Sólo tienes que recordar.

Dejé lo justo para pagar el café y crucé acelerado hacia la estación, el bullicio era constante y me costaba concentrarte. Todas las dudas que me habían abordado durante tanto tiempo parecían disiparse entre los viajeros, los vagones y mis pensamientos. Me precipité como por impulso al limite del acceso a las vías, los último pasajeros con destino a Barcelona se apresuraban por llegar al tren, el anden más alejado. Mis pies se paralizaron ante los railes que podían alejarme de todo, convertirme en la persona que sería a partir de ahora, o no.

Justo a esa hora las últimas cajas de la mudanza estarían llegando a mi hipotético destino, metí la mano en los bolsillos de la chaqueta vaquera, ahi seguía el billete junto a los últimos negativos que tenía que revelar esa misma mañana. Estaba inmóvil al otro lado del andén y el tren iniciaba la marcha, no me voy, me quedo.

Un par de días después revelé el carrete que tenía la cámara aquella tarde, nada importante, excepto una selfie velada y otra con una mueca de la camarera, se ve que mi monólogo no le hacía mucha gracia. Hoy la rabia vuelve a alimentarme y lo que opinen los demás lo necesito aún menos.